Claro, pensareis y con razón, porque yo mismo lo reconozco, que la edad me está jugando la mala pasada de agriarme el carácter haciéndome más irónico aún si cabe. Al final, si un mal viento no se me lleva antes y llego a la vejez seré insoportable o divertidísimo, aunque eso, claro está, dependerá y mucho del sentido del humor de quien empuje mi silla de ruedas.

Sirva esta introducción para expresar mi profunda desazón cada vez que me veo “obligado” a asistir a Eucaristías en las que el celebrante parece hallar en las moniciones una herramienta imprescindible, inseparable de su sacerdotal función.

Todo lo que excede mi capacidad de paciencia, (medida subjetiva y cada vez más escasa) me parece eterno e inaguantable. Entre las cosas que me desasosiegan están, por ejemplo, las homilías episcopales. Sea quien sea el mitrado parece atender a la única norma, tácita y universal, de la oratoria episcopal: no despertar demasiado interés pero ser extensísimo en la exposición homilética. El resultado entre los sacerdotes concelebrantes -pobres de nosotros- son miradas ausentes, caras de profundo aburrimiento, ensimismamiento en pensamientos ajenos a la celebración o, porque no decirlo, el dulce adormecimiento en brazos de un Morfeo que aparece gigantesco en cuanto el prelado enuncia tan solo la línea discursiva que utilizará, enunciado por demás estéril puesto que los cerros de Úbeda aparecen como único punto de destino, muy temido en el panorama discursivo.

Siendo los obispos sacerdotes, no es extraño hallar entre los curillas de medio pelo (yo ni eso, soy calvo) exposiciones igualmente plúmbeas. Algunas especialmente horrorosas las constituyen aquellas en las que, al parecer, lo único importante es hablar, y lo de menos lo que se diga. No me tengo por más que nadie pero tampoco por menos y creedme si os participo mi franco enfado cuando al coleguilla en el sacerdocio se le va la olla y directamente empieza a decir sandeces. Algunos dicen por decir, otros, infinitamente peores, creen haber descubierto su parcela de verdad que puede venir teñida de: opción por los pobres, diálogo interreligioso, espiritualidad oriental, misiones… etc. Comento esto porque en esos casos de verdad parcelada los colegas pasan todo el discurso por el tamiz de esa porción de experiencia, y aunque el Evangelio sea el de la Pesca Milagrosa, el misionero lo hará venir bien para comentar el peligro del pez candirú del Amazonas; el de espiritualidad oriental nos hablará sobre la carpa koi y su relación con el cosmos; el del diálogo interreligioso expondrá que en México existe el pueblo llamado Pez Maya, cosa que ya demuestra el culto a los peces en esa cultura; y el de la opción por los pobres disertará sobre el precio de los arenques y el bacalao, antigua comida de pobres… al final el sentido real del Evangelio será lo de menos, pero oye, que los tíos quedarán satisfechos soltándonos su espiche. En esos casos el único consuelo lo constituyen las miradas cómplices entre los sacerdotes concelebrantes que, en caso de ser inteligentes, acaban en hilaridad contenida… o no tan contenida porque oye, allí de lo que se trata es no morir de sopor, el que alguien te vea reír no es pecado mortal. El leve consentimiento al permitir aflorar la risa compartida, aunque disimulada, suele apreciarse en el temblor de las sacerdotales barrigas, las manos ante la cara en complicado gesto y, por supuesto, el vaivén de los respaldos. La diversión no ha hecho más que empezar porque al final, como los curas somos como somos, felicitaremos efusivamente al predicador en cuanto entremos en la sacristía, mostrando en esto un autodominio de la risa que ya hubiera querido para sí el mismísimo Humphrey Bogart. Poco después, de espaldas ya al afectado, nos retorceremos al borde la de la asfixia entre sonoras carcajadas. ¿Creíais que éramos santos?

Si asistes a una misa en la que al celebrante, obispo o curilla, se le va la perola consuélate. El peor de los males está por exponer y lo constituye el universo de las moniciones.

Es posible que por una de esas casualidades extrañas pilles a un obispo o un curilla breve homiléticamente hablando, o incluso más, es posible que encuentres a alguno de interesante discurso, en cuyo caso la extensión puede considerarse virtud al procurar el goce de la feligresía. Aún en la felicidad que pueda producirte dicha coyuntura, rarísima por descontado, no te alegres en exceso puesto que, ni con mucho, están conjurados todos los males.

A mi corto entender el mayor de los peligros, como ya he avanzado, lo encarnan las moniciones antes, durante, y después de la celebración eucarística. En general me da la sensación que toda monición no es sino una presunción de imbecilidad del devoto auditorio por parte del monitor o de quien ha preparado las moniciones, cosa que evidentemente me enfada. Con derecho puedes pensar que la cosa es exagerada pero vamos a ver como definirías tu lo siguiente: Vas a misa el día de la fiesta mayor del pueblo o ciudad, entras en la iglesia o catedral, te sientas si puedes porque aquello en fiestas está a reventar. Una vez acomodado y a la que suena la campanilla que da inicio a la ceremonia aparece un ente o “enta “ (por aquello de miembros y miembras) y te dice más o menos lo siguiente: En este día festivo nos hemos reunido aquí, en esta iglesia, para celebrar la eucaristía en memoria de san (N) patrón de nuestro pueblo… Hasta ahí la exposición normal de una eclesiástica monición… ¿no? Pues eso, que se nos trata de idiotas porque oye, yo ya sé que es un día festivo, también tengo clara conciencia de a qué he ido, sé donde estoy, también lo que celebramos y que lo haremos en el ámbito de una Eucaristía… ¿vale? Entonces, si todo está tan claro, ¿qué hace ese energúmeno o “energúmena” diciéndome lo que yo ya sé?, pues eso, tratarme de idiota. ¡Feo el tema!

Otra muy digna de mención lo constituye el anuncio de lo inminente, así, antes de la primera lectura, aparecerá el ente anterior y, creciéndose en su papel, nos dirigirá unas palabrillas que más o menos coinciden con estas: Vamos a escuchar ahora, atentamente, la primera lectura del libro del Génesis, en ella advertiremos como Abraham en las encinas de Mambré… La pava o el pavo siguen anunciando lo inminente con el agravante terrible de duplicar lo que se va a leer y negarme toda capacidad de sorpresa. ¡Si la cosa es simple caramba!, la liturgia ya obliga a enunciar el libro del que se va a leer el texto, entonces… ¿a santo de que tiene que decirlo esa especie de voz explicativa para memos?.

Parecida situación se repetirá antes de la segunda lectura, antes del evangelio, antes del Padre Nuestro, antes de la colecta anunciando el fin al que va destinado lo recaudado, por supuesto antes de darnos la paz y al final de la misa en forma de avisos…

Va, visto lo visto dejad que me desahogue un poco: Monitor mío querido, no somos tontos, por nosotros no es necesario que anuncies cada una de las partes de la misa porque incluso en el caso de que no vayamos nunca tampoco necesitamos que nos fastidies el chiste anunciándonos de antemano todo lo que va a suceder. Eres comparable a esos imbéciles que sentados en una butaca cercana son capaces de asesinarte una película o una obra de teatro a fuerza de anticiparse a lo que veremos a continuación. ¿Qué extraña fuerza te impulsa a destripar de ese modo la liturgia? ¿actúas igual en todas las cosas de tu vida, monitorcillo mío? ¿vas diciendo al comprar en un comercio: Ahora señor dependiente, fíjese bien, sacaré mi tarjeta de crédito y se la daré a Ud. para que me cobre el importe de lo que he comprado? ¿Acaso cuando llega tu pareja a casa le lanzas una monición de este tipo: ahora cariñito voy a proceder a saludarte porque me alegra infinito tu llegada después de una dura jornada? ¿Tal vez cuando alguien te llama por teléfono le espetas: Ahora le diré a Ud. “dígame” y Ud. me explicará el motivo de su llamada, hagámoslo respetuosamente?

Vale, soy un exagerado con un montón de mala leche, lo reconozco, pero reconoced vosotros conmigo que el universo de las moniciones forma parte del imperio de la sandez y de la reiteración innecesaria, inútil, y cansina. Sería muy deseable que obispos y curillas nos pusiéramos de acuerdo en olvidarnos ya de la memez de las puñeteras moniciones. El caso peor lo constituyen esos curas -en los obispos no se da tanto-, que a falta de monitor ellos mismos asumen el papel y se pasan la misa duplicando el rol: ahora explico lo que voy a hacer, ahora lo hago, ahora vuelvo a explicar… ¡Dios mío! Oye, y que ves a la gente que a la primera monición han puesto ya el “piloto automático” y no escuchan nada. La cosa es clara, si quieres que la gente se desentienda de la celebración: explícala, reitérala, glósala, duplícala… No conseguirás que atiendan, tu triste triunfo es su aburrimiento y la prolongación absurda de la liturgia hasta convertir en insoportable lo que de otro modo pudiera haber sido sublime.

Entiendo la liturgia vaticana y tiendo a ella, me encanta que la secuencia de actos permitan mi sorpresa, adoro la brevedad y limpieza, la pulcritud de la palabra justa y el gesto exacto, me subyuga el hecho de introducirme en la liturgia sin que nadie me la explique tratándome de tonto.

La razón de las malditas moniciones parece radicar en la tentación absurda de racionalizar el Misterio, la Belleza y la Sacralidad de la celebración eucarística… ¡Vano intento!

Quedaros vosotros con lo feo, con lo estrictamente racional, explicable y explicado. Dejadnos gozar de lo Sagrado sin más racionalización que nuestra alma llena de fe y nuestras ansias de Dios. El Amor no se explica, la Belleza tampoco y, mucho menos, la Fe.