Me comenta Guillermo, magnífico guitarrista y mejor amigo, sus dudas sobre la existencia o inexistencia de normativa sobre conciertos y otros espectáculos en las iglesias… La cosa es que el tío es joven, músico, inteligente… ¡y creyente!, perece la mezcla imposible ¿verdad? Pues a eso añadirle a su mujer Marta y tendréis la imagen de un matrimonio ejemplar.

Como músico le incomoda tocar en los recintos sagrados según que repertorios, por esa especie de desazón que nos produce a muchos utilizar las cosas en cometidos impropios. A mi de niño me encantaba utilizar un alicate en forma de martillo, claro que eso duró hasta que me machaqué los dedos porque el alicate patinó sobre el clavo. De todo se aprende.

Hace años que me declaro solemnemente contrario al uso impropio de los templos. Incluyo en el término impropio todo aquello que poco o nada tiene que ver con la liturgia o la religión en general. Conciertos, diserciones, conferencias o mesas redondas deberían ser derivados a espacios propios como salas de conciertos, teatros auditorios y demás locales públicos pensados para usos profanos.

El último coro en el que canté utilizaba para los conciertos un entarimado que nos permitía estar de pie sobre el ara mientras berreábamos más que cantábamos piezas que nada tenían que ver con la religión. Lo hacíamos tan panchos, no pasaba nada y al final los aplausos del respetable (aplausos inmerecidos, e incondicionales por familiaridad) parecían justificar el absurdo de estar de pié sobre un altar, cosa que no nos preocupaba lo más mínimo, ni a nosotros ni a los sacerdotes custodios del templo, quienes sentados en primera fila parecían pasar olímpicamente de todo lo que no fuera el coro. ¡Manda huevos!

El tiempo nos cambia la sensibilidad para bien o para mal, en mi caso -preguntad a mis enemigos y os lo confirmarán- me ha agriado el carácter de forma marcada. Tanto es así que no consiento en la iglesia más que el uso para el que fue pensada y edificada. Así de forma sistemática niego representaciones de final de curso, conciertos de niños antes de las vacaciones de Navidad y demás usos que en nada contribuyen ni a la santificación ni al provecho espiritual. Huelga decir que tampoco me gusta la celebración de una Eucaristía multitudinaria en un estadio, plaza de toros o recinto similar. Cierto, mis queridos enemigos también os confirmarán el extremo de estar convirtiéndome en insoportable, cáustico, y un pelín carca.

Los enemigos son una maravilla, nos caricaturizan de forma inmisericorde pero se atreven a decir muchas de las cosas que mis amigos nunca me dicen y que sin embargo me encantan de mi carácter, como por ejemplo un punto de cinismo cáustico al que no me da la gana renunciar porque me lo paso pipa riéndome del mundo y de mi propia sombra… de la tuya ya ¡ni te cuento!

Cuando los críos no van nunca a misa porque no los llevamos, y la única vez que entran a la iglesia es para asesinar villancicos sobre el presbiterio, les concedemos una visión distorsionada del espacio sagrado. Profanamos el templo convirtiéndolo en un teatrillo escolar. Nada extraño entonces que entren corriendo, gritando, saltando sobre los bancos, aplaudiendo y tirando papeles al suelo. Bueno, reconozcamos que todo eso lo hacen por dos motivos: el primero, como he apuntado, porque no reconocen la iglesia como espacio sagrado; y el segundo porque en general están bastante mal educados.

Los templos son lugares religiosos, lugares santos. Ante eso cabe demandar un justísimo respeto a quien entra en ellos. Tú no puedes entrar en el templo hablando como si estuvieras en el mercado, el silencio respetuoso debe prevalecer porque ese lugar es el de la fe y la plegaria; del rezo y la creencia en Dios personal y de la Comunidad, que tanto en su individualidad como en su conjunto merece ser considerada y valorada.

Actualmente hay un escaso respeto por los lugares sacros en nuestra religión, acaso solo los cementerios parecen gozar todavía de una cierta sacralidad mistérica que impide, por ejemplo, la celebración de botellones en esos lugares, y fíjate si tienen jardines y espacio, oye ¡y que los muertos poco iban a quejarse del ruido!

Curioso, el silencio de los templos parece haberse trasladado a las oficinas bancarias, ¡anda que no!, el despacho del director parece un confesionario, especialmente si vas a pedir un crédito, y lógicamente el espacio del Sancta Sanctorum, el lugar del sagrario, lo ocupa la caja fuerte de apertura retardada. Digo yo que será para conceder también los créditos con retardo ¿no?

A nadie en sus cabales se le ocurriría pedir una mezquita para dar un concierto, en cambio una iglesia… pues oye, como que sí. ¿Por qué no? Bueno, lo de la exclusión de la mezquita iría a la par de resultar inimaginable una mesa redonda en un templo budista o en una sinagoga… claro, la pregunta surge sola ¿Por qué allí no y aquí sí? La respuesta es igualmente lógica: porque ellos han mantenido viva su fe y nosotros andamos acomplejados con la nuestra, carcomiéndonos nuestras raíces y avergonzándonos hasta de la teta que nos crió. ¡Tenemos un cuajo!

Alguna vez ante una negativa mía a solicitudes absurdas me han atacado con el consabido argumento de que la iglesia es de todos, a lo que yo, sin cortarme un pelo y con mala leche poco disimulada respondo: efectivamente de todos… los que la barremos, por cierto tu no la has barrido nunca… ¿verdad?

Ni la iglesia es de todos ni su uso debe ser distinto al religioso, la iglesia es para los creyentes y su uso para vehicular la fe.

Es cierto, lo digo antes de que alguien lo apunte como acusación, que la liturgia es teatro sagrado, es decir, acciones representadas por el sacerdote (leiturgo = actor sagrado) que catalizan la fe comunitaria convirtiéndola en algo gestual y simbólico. En esa liturgia podemos incorporar cambios pero con una prudencia exquisita si no queremos cargarnos su esencia. Así en una boda podremos incorporar el Panis Angelicus o alguna otra pieza musical, pero solo en cuanto esa incorporación no solape, y mucho menos ignore, la esencia litúrgica de la celebración del matrimonio sacramental o de la Eucaristía. Podremos poner música juvenil en celebraciones de jóvenes, pero sin perder de vista que lo esencial es el sacramento que celebramos y no la “chulada” como concepto.

Cuando ves entrar en la iglesia a según que cabestros -véase actos sociales que no solo son conciertos porque incluyen bodas y demás saraos- ya puedes adivinar su incultura, su irrespetuosidad y por supuesto su analfabetismo religioso y mala educación. Entran en la iglesia como en un merendero, como se entraría en una taberna. Ellos con cara de haba y sin saber donde colocarse porque nunca jugaron las cartas de la fe; ellas con sus modelitos de escaparate y sus sombreritos de reina de Inglaterra besándose ruidosamente; los críos corriendo y jugando entre ellos. Y tú allí, sobre el presbiterio deseando que la existencia de los ovnis sea confirmada en ese mismo momento y anhelando ser abducido para no vivir aquel bochorno.

Al final de los conciertos el desmadre es ya total. La gente ha olvidado el lugar donde se encuentran -eso si es que en algún momento tuvieron conciencia de ello- y allá que van en tropel a felicitar al director, a la soprano entrada en carnes o tocinos, al maestro encargado de dirigir la representación teatral, o a cualquier otro figurante destacado. En ese instante es cuando la iglesia deja de ser iglesia y se convierte en un estercolero de vanidades.

Poco después, lentamente, se irá haciendo el silencio cuando el último espectador -que no feligrés- atraviese la puerta de la iglesia entre elogios al espectáculo, esta vez en dirección a la calle, y deje tras de sí una estela de vergüenza ajena. Es en ese momento cuando el templo recobra su identidad primigenia, cuando apagados los focos ves en la penumbra brillar alguna vela que encendió un alma devota antes del concierto o el teatro, cuando se retiran las tarimas y el presbiterio regresa a un estado y dignidad que jamás debió perder.

Solo una última reflexión. A los eclesiales conciertos acude mucha, muchísima gente rebotada de la religión, mucho modernillo gilipollas, culturetas de medio pelo cargados de mala leche y sinrazón, que a la que pueden, y a voz en grito, exigen que se retiren cruces y símbolos religiosos de su secularizada, dogmática y neoinquisitorial visión.

Son los mismos que en los colegios e institutos presentarán quejas si algún resquicio de cultura religiosa pervive en ellos deseando preservar a sus retoños de la contaminación de la fe de la que ellos abominan.

Son los que se ríen cuando tú profesas ante ellos tu creencia en Dios, los mismos que con gesto de perdonavidas pondrán cara de indulgencia plenaria cuando vean un rosario colgando en el retrovisor de tu coche… ¡y están ahí!, entre la capilla de San José y la de Santa Margarita, rodeados de cruces, santos, altares y olor a incienso… ¿Qué demonios hacen ahí semejantes esperpentos? Bueno, a mi parecer lo que hacen es pública profesión de su mayúscula imbecilidad, o en el peor de los casos exhibición vergonzosa de su incoherencia personal que aparece ilimitada, inmensa.

Sinceramente no los entiendo, o tal vez es que simplemente entiendo, con meridiana claridad, que su moral y su cultura empiezan y acaban en una pura y exacta cuestión de víscera.

En una palabra: ¡Aguanta Guillermo, que yo también me aguanto!