Hay ocasiones en las que por una de esas casualidades escribo un artículo que interesa a la prensa. Lo imprimen, me envían comentarios a favor o en contra, en definitiva se hace público. La cosa es que hay ocasiones, lo confieso, en las que escribo pensando que éste o aquel escrito son publicables. Hay otras veces, como ésta que nos ocupa, en las que claramente pienso que no, la intención no es que aparezca en prensa, se trata solo de hacer pensar, ¿nos atrevemos?

El tema, por el título se intuye, apunta hacia la diversidad; más concretamente hacia la diversidad carismática, el asunto me preocupa por lo que afecta al conjunto de la Iglesia. Permíteme todavía añadir algo a esta introducción, añadidura obvia aunque necesaria: Soy sacerdote del Oratorio de San Felipe Neri, Congregación de Derecho Pontificio, y estoy en el Convento de Porreres, en la Diócesis de Mallorca. Lo comento para que quede claro, mi análisis es sobre esa realidad y no otra. Ésta es la que conozco, otras realidades me son alienas, simplemente las ignoro aunque adivino reiteraciones e igualdades en otros muchos lugares. En definitiva, nunca somos demasiado distintos a nuestros vecinos.

Desde hace años vivimos en Mallorca un profundo proceso de diocesanización, preocupante y progresivo, consistente en una fagocitosis de lo diocesano sobre lo religioso, de lo secular sobre lo regular. Diera la sensación que existe una realidad diocesana a la que los religiosos debemos añadirnos sí o sí puesto que ella resultaría ser la buena, la completa, la verdaderamente eclesial y auténtica; lo otro, lo nuestro, lo regular, vendría a suponer una realidad de segunda clase, algo acomplejada y en perpetua sumisión. Repito, es una sensación alimentada por lo que veo.

Desde ese punto de vista la parroquia funcionaría como la realidad visible y tangible de una entelequia llamada diócesis, percibida por algunos como una única realidad eclesial en la que todo y todos debemos estar. Aparece así lo diocesano como un monopolio, indiscutido e indiscutible, único y soberano al que nada ni nadie puede compararse y con el que ni mucho menos se debe competir ni rivalizar. Y eso a tal punto que escucho muchas veces usar como sinónimos los términos diócesis e Iglesia en referencia a la universal. Craso error caramba, lo diocesano es Iglesia, pero el hecho mismo de usar el término adjetivado de Iglesia Diocesana supone precisamente que la diocesana no es la única forma de ser Iglesia, puede y debe haber otra u otras formas, de hecho haberlas haylas aunque, como he comentado anteriormente, aparezcan actualmente acobardadas o con la autoestima un poco tocada.

No creo ofender a nadie, desde luego no lo pretendo, al desvelar que muchas de las parroquias de nuestra diócesis mallorquina están regidas por religiosos. Es esa, ya de por sí, una curiosa simbiosis que no percibo como positiva en modo alguno, tal vez la percibo como claramente negativa o por lo menos como una realidad impostada que es, pero no debiera ser.

Esa “colaboración”, solicitada normalmente desde el obispado, responde ciertamente a la realidad preocupante de falta de clero secular; ante la falta de éste se hecha mano de aquel como si una misma cosa fuere; o sea, que la llamada a colaborar no se produce por una valoración secular de la vida religiosa, sino -seamos francos en eso- por una desertización clerical que convierte en iguales a los que en principio y por libre opción son diversos. Se nos iguala solamente tras el grito de alarma de rectorías llenas de telarañas y goteras; cuando estaban llenas de almas y con las tejas sanas, bien que nos diferenciábamos y bien que enriquecíamos entonces el conjunto. Definitivamente aparecemos ahora como supeditados a un monopolio, y los monopolios no suelen ser buenos.

Conventos y rectorías deben complementarse reconociéndose y valorándose mutuamente. La rectoría representa a la parroquia y ésta a la diócesis; el convento es y debe ser otra cosa: Supone permanencia, atención personalizada, seguimiento y, normalmente, estabilidad vital. A todo esto hay que añadir el tema carismático, es decir, aquello que distingue en esencia a un religioso de un sacerdote secular, e incluso lo que distingue a ésta orden de aquella otra. El Dominico predicaba cuando los párrocos muchas veces aparecían como incapaces de hablar al pueblo con suficiente conocimiento o convicción; los Jesuitas aparecen aún hoy como estudiosos, teólogos y filósofos profundos, sabios a los que puede amarse u odiarse pero incapaces de crear indiferencia. La liturgia la relacionamos inmediatamente con los Benedictinos, señores además del tiempo en cuanto dividen el día entre oración y estudio… así una tras otra podríamos establecer relaciones carismáticas en las que, por cierto, los Oratorianos ocuparíamos el papel de confesores, expertos en relaciones humanas, predicadores y un largo etc. en el que en modo alguno entra la diocesanidad aunque la ejerzamos en más de una ocasión.

Me produce lástima esta corriente actual de sometimiento, no porque las parroquias o las diócesis no sean importantes, sino porque la mayoría de las veces nuestra dedicación diocesana va en detrimento de nuestra vida conventual. Añado aquí, porque es de justicia, que entre los religiosos andamos tan escasos de personal como los demás, aparecemos tan necesitados de auxilio como lo diocesano, tan menesterosos como ellos, y sin embargo… Sin embargo son celebérrimos los casos de órdenes religiosas abarcadoras de parroquias y abandonadoras de sus propios conventos.

Aparecen estos últimos, en el colmo de su dejadez, como una especie de convictorios parroquiales de muy pobre nivel o categoría, nula exigencia, perfil bajo; en ellos el carisma propio es lo de menos porque lo de más es llevar cuatro, cinco o más parroquias. Nos hemos diocesanizado y la fraternidad entre los que antes éramos religiosos ha mudado en otra realidad que nos es aliena. Los que antes nos dedicábamos fraternalmente a la Oración y a la atención, al cuidado cristiano de quienes llamaban a las puertas de nuestros conventos hemos cambiado. Dirás que tampoco nadie llama ya a la puerta, cierto, pero eso entre otras cosas es porque saben perfectamente que ni estamos ni se nos espera más que para dormir. Y aún eso con ciertas licencias.

Aquellos espacios conventuales de relación cristiana profunda, aquellos claustros de conversaciones amigas sobre lo divino y lo humano, aquel espacio de oración y trato familiar con Dios ha sido substituido por un progresivo funcionariado de despacho parroquial de cinco a ocho los martes y los viernes. La tranquilidad y la paz interior han dado paso a la urgencia de reuniones sin fin; la estabilidad al agobio de llevar cinco pueblos; el conocimiento personal al anonimato más absurdo.

No nos engañemos, a la que nos liamos a llevar parroquias nadie nos reconoce como religiosos y hacen muy bien porque no actuamos como tales sino como párrocos, además, no mintamos, tampoco nosotros reconocemos más que a unos pocos y aún con esfuerzo. Nuestra pérdida de identidad supone un verdadero empobrecimiento, estamos haciendo un trabajo subsidiario que no es el nuestro, lo sabemos y sin embargo seguimos ocultándonos como religiosos que es lo que somos y mostrándonos como diocesanos que es lo que no somos. Claro está, así no hay quien nos reconozca ni siquiera nos conozca.

Estamos viviendo una realidad absurda y desidentificada, casi anónima, en la que no pueden saber de mí porque no muestro más que una función amagando mi esencia, parece que no quiero que sepan ni tampoco saber, que no me conozcan para que tampoco yo me vea en la coyuntura de retener caras, nombres, historias personales o dramas familiares; la relación con el religioso ha desaparecido, el claustro ya no acoge.

Total, como ya he comentado sólo de cinco a ocho los martes y los viernes, los otros días me toca otro pueblo al que a lo mejor ni voy porque oye, si hay funeral ya me llamarán, que hoy todos tenemos móvil… ¿Era ese el ánimo con el que entraste a formar parte de tu convento, de tu congregación u orden? Estamos mal.

Nuestras casas languidecen. Ellas, que podían y debían haber sido alternativas y complementos a lo diocesano, aparecen como esos solares abandonados y llenos de matojos en los que por falta de cuidado solo crecen cardos y espinas, ortigas y abrojos.

Cuando la vida del convento aparece marcada por el ritmo de las parroquias que se nos han encomendado se extingue en ella su identidad, su carisma, su mismo ser. A partir de ahí hablaremos solamente de casas dormitorio porque me consta que incluso el hecho de comer o cenar juntos supone un problema la mayoría de las veces. El colmo del mal viene propiciado por el cambio de roles: aquel que era mi Hermano de Comunidad se convierte poco a poco en un funcionario como yo, jefecillo de una parroquia que -por no ser la mía- tampoco me importa demasiado.

Por ayudar a que no caiga la parroquia nos ha caído la parroquia encima ¡vaya plan!

Entretanto la gente busca. Comenta mi amiga Carmen Naranjo -a la que respeto profundamente como persona buena y sabia- que actualmente buscan más los jóvenes con sus interrogantes, que los abuelitos del club de la Tercera Edad, a los que el bailoteo de los finde ha extinguido toda pregunta y casi toda plegaria. Supongo que tiene razón, por eso es sabia. Lo cierto es que en algún momento deberemos revisar si estamos prestos a responder a las cuestiones que nos plantean jóvenes o mayores, en una palabra: si estamos disponibles como religiosos o, si lo prefieres, si estamos dispuestos a ayudar a los demás en sus búsquedas desde nuestro carisma propio y no tanto desde otros.

Incluso mucho antes de responder a esta pregunta sobre la disponibilidad y el servicio deberemos revisar seriamente nuestras prioridades comunitarias. La primera lógicamente apunta a lo divino, claro está, pero… ¿y la segunda? En la distribución que hacemos de nuestro tiempo debe destacar sobre todo la relación con Dios, pero inmediatamente después debo revisar y valorar el tiempo que dedico a mis Hermanos de Comunidad. Sin estas dos relaciones fundamentales nuestro testimonio es inexistente y por tanto no suponemos respuesta a ninguna pregunta sobre nuestra vida religiosa. La consecuencia es tremenda porque si nosotros como religiosos no testimoniamos no servimos para nada. Suenan tremendamente duras las palabras del Evangelio: Si la sal se hace sosa, ¿con que salarán? No servirá más que para echarla al camino y que la gente la pise.

Entre todas estas lástimas no quiero dejar de comentar la imposibilidad, ni siquiera a modo de pensamiento, de una realidad inversa, es decir, aquella suposición en la que por falta de monjes, frailes o eremitas se echase mano de sacerdotes diocesanos obligándolos a una vida conventual que ni eligieron ni les es propia. Ya me parece escuchar los lamentos más que justificados que los pobres “elegidos” soltarían a bocajarro ante su impuesto abad, superior, prepósito o prior. No, esa realidad es impensable y su ejercicio correspondería a un grado álgido de irresponsabilidad. Bueno, y entonces… ¿alguien puede explicarme porque hacia allá sí y hacia acá no? Yo es que ya no entiendo nada.

Estamos hipotecando el futuro de nuestras Congregaciones de un modo tal que a día de hoy no se me ocurre como puede cambiarse esta realidad. Nos hemos convertido en gestores de lo ajeno abandonando lo propio, y a tal extremo alcanzamos que parece tengamos el alma más en lo encomendado que en aquello que nos pertenece. Iremos obedientes, mansos como corderillos a la reunión arciprestal de la que formamos parte con el orgullo del necio, y en ese mientras tanto nuestra reunión capitular será una molestia, un trámite que conservamos como un fósil, inservible y arcaico, por demás incómodo y totalmente anacrónico.

El Gran Silencio, o Dioses y Hombres son dos películas -Una sobre cartujos, la otra sobre trapenses- que cautivan porque ofrecen algo distinto al ritmo del mundo actual. Su atracción reside en su singularidad. Recuerdo cuando, no hace muchos años, las monjas abandonaron hábitos y claustros para ir a vivir a pisos de barriadas obreras, diocesanizándose a su manera, también ellas, muy al estilo mallorquín de entonces, mala dirección; la consecuencia fue nefasta, el claustro podía resultar atractivo pero el pisito no porque de eso ya tenían todas en su casa y… oye, que para seguir lo mismo que antes no valía la pena hacerse monja ni nada por el estilo.

Quisiera ver lo que hubiera sucedido en Lerma si en lugar de muros centenarios hubieran ofrecido a sus aspirantes pisitos de protección oficial. Toda realidad necesita un ropaje y reconozcamos que aunque el refrán reza que el hábito no hace al monje en la realidad sí lo hace, lo mismo que el claustro, la liturgia, el rezo y la fraternidad como elección vital. Todo eso, y el hábito, sí hacen al monje, ¡vaya si lo hacen!

Las películas antes mencionadas resultan atractivas porque en ellas aparece de forma meridianamente clara que la vida conventual supone una alternativa real al mundo, no se trata de fugas ni refugios, pero sí se trata de algo distinto, inconfundible, auténtico y, como ya he comentado, totalmente alternativo.

Una de las causas de la crisis vocacional que vivimos arraiga en la falta de orgullo alternativo con el que presentamos nuestra oferta. ¿Creemos que vendrán más cuanto más nos acerquemos a ellos? ¡error! olvidamos dramáticamente que si han de venir será por lo que podamos ofrecer de novedoso y radical en su vida, repito, para seguir como antes nadie se apunta, y para llevar una parroquia nadie llamará jamás a la puerta de nuestros conventos, en todo caso irán al Seminario Diocesano que es lo que procede. Conviene que todo esto nos lo recordemos de tanto en tanto, a menudo por cierto, y más en estos tiempos. Si somos auténticos podemos crear interrogantes, si somos suplantadores a lo más que podemos aspirar es a la benevolencia del respetable.

El trabajo en las parroquias es bueno, serio y necesario, pero en modo alguno exclusivo ni excluyente. Ya en tono de broma, ¿Te imaginas al abad de Silos pendiente de lo que se haga en la parroquia más próxima o en el arciprestado? ¿Puedes imaginar parecida situación entre el monasterio de Montserrat y la parroquia de Monistrol? ¿Crees de verdad que los Agustinos de El Escorial deben mirar hacia las parroquias madrileñas para hacer las cosas bien? Venga, reconozcamos que la respuesta es negativa en las tres preguntas planteadas; las parroquias y la vida de los religiosos no son la misma cosa, no deben confundirse, y mucho menos entrar en dinámicas de celos que empobrecen hasta la hez a quien los tiene.

En estos tiempos en los que lo alternativo parece triunfar seamos nosotros auténticamente alternativos. Ofrezcamos nuestro producto sin complejos, con la honestidad y el orgullo de quien conoce profundamente y vive lo que ofrece sin engaños ni añagazas. Demos testimonio religioso con nuestro estilo de vida, un testimonio que no se trasmita en discursos ni palabras sino en la coherencia vital de ser lo que somos y no otra cosa.

Debemos recuperar con urgencia nuestros conventos y nuestra vida conventual, porque puede darse el caso que la gente busque lo que nosotros tenemos. Y por favor seamos honestos, si somos religiosos vivamos como tales, no sea cosa que al final, actuando como diocesanos, resultemos ser invasores extraños en nuestros propios conventos.

Nuestras casas están pensadas para albergar religiosos, si no vivimos como tales no merecemos, en absoluto, ocupar esos espacios. Si los seguimos ocupando sin ejercer nuestro carisma pecamos gravemente; es en ese momento cuando la vida comunitaria desaparece y, como un cáncer, aparece algo invasivo, extraño, ajeno. En ese momento ya no hacemos de religiosos y además corrompemos la esencia de nuestro entorno hasta el punto que tampoco podrá rebrotar en él el carisma primigenio que promovió tales obras.

Estaremos actuando de tapón, impediremos cualquier renacimiento de vida comunitaria porque si ésta renace deberé posicionarme sin ambigüedades ni medias tintas. Deberé preguntarme ya de una vez por todas si soy religioso o no lo soy. Cierto, cualquiera de las respuestas será buena si la sigue la coherencia necesaria, o para abandonar el convento, o para dejar el ejercicio parroquial. Lo contrario, que es lo que ahora tenemos recuerda demasiado la imagen del perro del hortelano, ya sabes: ni come, ni comer deja. Una pena.

Termino, tal vez te preguntes desde que postura escribo, posible que me sitúes en el bando de los resentidos, en ese caso aciertas de pleno, mi historia es conocida por todos, tiene sus ventajas, nunca me veo obligado a fingir. No obstante te puedo decir desde donde no escribo. No escribo desde el deseo frustrado ni desde la envidia que desconozco. También a mí me ofrecieron parroquia y, sintiéndolo en el alma, tuve que pronunciar una lacónica, pero convencida, negación.