Siento un tristeza infinita al enterarme de la noticia del Madrid Arena y la fiesta de Halloween que acabó en drama, en muerte nada divertida, sin calabacita, ni truco ni trato, muerte en definitiva, triste muerte de jóvenes que, buscando alocadamente la diversión, acabaron hallando la definitividad de una adolescencia cercenada, un alba interrumpida, una primavera truncada y un montón de familias destrozadas… ¡Descansen en paz!

Siento una rabia honda cada vez que llegan estas fechas y, en un ejercicio de imbecilidad colectiva, trocamos nuestra identidad, arraigada en la fiesta de Todos los Santos y el día de los Fieles Difuntos, por una sarta de sandeces que incluyen macrofiestas y colgajos, disfraces y caretas, murciélagos de plástico y telarañas de diseño.

Nunca me han asustado los cementerios, antes al contrario, en ellos me invade la paz de los que en él moran. Me siento eslabón de una cadena que irremisiblemente me lleva a recordar la antigua máxima hodie mihi, cras tibi ante cada sepultura. Repito, jamás he sentido temor en el camposanto. Sí reconozco, sin asomo de duda, que hay cosas de las que uno no debe reírse nunca. Incluso más, añado que hay realidades sagradas que no pueden mancillarse con la risa sin pecar gravemente. Quien ría en esos casos hiere el alma, rasga lo sagrado y, sin reparo, afirmo que blasfema gravemente.

¿Harás broma de un minusválido? ¿Podrás burlarte del anciano? ¿Reirás ante el grito agónico del torturado? ¿Sonreirás ante el titubeo del débil? No queridos, hay cosas que no hacen reír, no tienen ninguna gracia porque suponen sufrimiento, enfermedad, debilidad… otras inspiran ternura, cariño, e incluso un poco más allá existen las realidades divinas que, por ser tales, tampoco deberían provocar la carcajada del idiota ni la sonrisilla del necio. Ante el débil, solidaridad; ante el minusválido o el anciano, misericordia, ayuda, amor; ante la tortura, justicia y dignidad; ante lo sagrado, plegaria o simple respeto, pero repito, nada de risas.

Sufrimos una grave crisis de identidad que amenaza con desdibujar nuestra propia esencia. En los colegios, más de un profesor imbécil se deja engatusar anualmente por la extranjerísima fiesta de Halloween, allá que va con sus fotocopias de cucurbitáceas recortables, a punto para colorearlas, con gesto malévolo y sonrisilla diabólica. Callará, porque nada sabe, sobre el sentido cristiano de la fiesta o el respeto ancestral a los difuntos; nada comentará sobre la santidad o la vida eterna; ni una sola palabra sobre lo divino, el cielo o el infierno… allí de lo que se trata es de que los críos disfruten con su calabacita y, últimamente, con formar grupillo a la salida del colegio y andar tocando las puertas y las narices con frasecillas pedigüeñas de caramelos o chuches al más puro estilo americano ¡Y unas risas!

Hace muy pocos días que la comunidad musulmana ha celebrado la fiesta del Cordero. Desconozco si también los morillos andarán por ahí con la puñeta de la calabaza, o la monserga de los disfraces y los confites, pero vaya, de entrada me da que no, que eso con ellos no va. Ellos, los musulmanes, celebran el Ramadán, la fiesta del Cordero antes mencionada, peregrinan a la Meca por lo menos una vez en la vida… eso, eso sí va con ellos, pero el Halloween… pues va a ser que no.

Claro la pregunta me surge sola: ¿Por qué ellos no y nosotros sí? Y ahí, ante la evidencia de la respuesta es donde empiezo a ponerme de mala uva y a maldecir todo aquello que ha enseñado al crio la esencia de la noche de los muertos con zombis y fantasmas, y le ha abocado a la ignorancia y abjuración de sus raíces cristianas y latinas.

El musulmán ama sus raíces culturales, y eso hasta el punto de poder restregarnos por la cara nuestra propia estupidez, sobretodo cuando nos dio la filoxera aquella, tan divertida, de querer integrarlos. Él celebra sus fiestas, nosotros, entre Halloween y solsticios nos estamos cargando las nuestras. Nada parece importarnos, e incorporamos, con tanta alegría como irresponsabilidad, un montón de sandeces mientras enterramos, sin atisbo de remordimiento, la identidad de nuestros mayores, nuestra historia y tradiciones, nuestra cultura e idiosincrasia… ¡Y viva la calabaza, coño!

Vivo en Porreres, pueblo de la Mallorca rural donde los chavales meriendan, todavía, de los productos de la matanza del cerdo como hace siglos. Sobrasada y butifarrones conforman todavía nuestra dieta mediterránea verdadera, tan mediterránea y tan auténtica que incluye: manteca, vísceras, colesterol a tope, especias, sal y azúcar por un tubo. No hijo, lo de la dieta mediterránea de las revistas nutricionales, con sus verduritas, sus dos gotitas de aceite contadas y sus beneficios es un camelo, a ver si nos vamos enterando ¡que ya somos mayorcitos, coñes!

A lo que iba, allá que va el crío con su bocata de chicharrones en una mano y la calabacita del Halloween en la otra; allá que se encuentra con sus amiguetes, el uno sostiene dos monumentales rebanadas de pan con butifarra y el otro un buen pedazo de longaniza y. El de la calabacita en ristre, va y explica a sus coleguis lo que el profe les ha contado en el cole: la risa de ir por ahí tocando puertas y asustando al personal. Los otros lo miran con cara de pasmo y más o menos le vienen a decir que no le ven a aquello ni puñetera gracia, que lo de tocar timbres está muy bien pero escondiéndose después, e incluso así, reconociendo que es un juego cansino porque, o ya nos conocen, o ya sabemos a que puertas no hay que tocar porque son de los vecinos que están muy viejitos para estas chorradas y no hay que molestarlos.

El de la calabacilla insiste, y como para darse importancia, informa que su hermana mayor va a ir a Palma con sus amigas a celebrar la dichosa fiesta hasta ahora inexistente y que él, claro está, no sabe bien como se llama. Los amigos, por supuesto, la tildan inmediatamente de tonta, a lo que el hermano, sin ningún remordimiento ni duda, asiente entusiasmado. Al final se impone el sentido común y, a pesar del profe gilipollas y soplagaitas, los chavales juegan a pegar balonazos contra la persiana metálica del garaje que devuelve cada golpe con un ruido infernal, después con las bicicletas, una vez terminados los bocatas, a dar una vuelta por los campos vecinos cayendo y riendo, pedaleando y tirándose piedras sin mala leche, solo por ver quien atina, nada más.

Me pregunto durante cuantos años más podremos resistir las embestidas de los soplagaitas halloweeneros. Cuando conseguirá ese u otro profe, tontos del haba, derribar la última defensa de nuestra cultura y nuestra identidad. Me pregunto sobre la resistencia de un crío y me desanimo porque intuyo que tras el maestro de pacotilla hay una pléyade de presionadores y el niño solo es un niño; y que con el rollo de la calabacita y el fantasmeo le van a sorber los sesos. Ay Dios, danos un poco de paciencia y un ápice de orgullo. En el entretanto una plegaria por los difuntos, si es posible con misa, y a la salida, un poco de pan con sobrasada casera que nos libre de tanta tontería importada y de toda risa blasfema. Amén.

Nací en el Mediterráneo, como ya he dicho otras veces ¡Un genio, Serrat!

N.B. Si me meto con los maestros en este artículo es porque tengo constancia que la introducción de esa fiesta en nuestra cultura ha venido apoyada en gran medida por muchos colegios de primaria. Disculpas, y todo mi apoyo a los que, con vergüenza torera, sois capaces de resistir a tanta y tanta sandez.

El latinajo significa hoy yo, mañana tu, solían escribir la frase sobre un cráneo para recordar la muerte. Un culto enfermizo, ciertamente.