Seré sincero, a estas alturas de la vida me importa un bledo lo que la basca piense de mí. Demasiado sufrimiento en la chepa, una ironía creciente que pisa el terreno de lo cáustico desde hace años, un montón de decepciones y palos tras las orejas, me han convertido en un bicho singular. Habitualmente mordaz, ironizo, sobretodo, porque he tratado con muchos bobos, porque me da la gana y porque además no tengo otras armas, tampoco las quiero, quede claro; me indigno todavía ante la injusticia aunque a mi edad parezca mentira; y sobretodo me considero libre porque tengo poco que perder. La colección de gente a la que debo favores es brevísima, casi inexistente o etérea; por contra, la lista de caínes que he llegado a coleccionar resulta excesivamente larga. Seguiré, por tanto, diciendo lo que me place, y si se enfadan, pues oye, allá se las apañen. A fin de cuentas ni aun diciendo lo que ellos afirman los tendría como amigos. Química creo que lo llaman ahora, más prefiero el clásico término “mala leche” me parece más ajustado y menos new age.

El otro día disfruté viendo un video en el que Albert Boadella opinaba para Intereconomía sobre una serie de cuestiones eclesiales, me gustó. Tranquilos queridos, hace años que leo veo y escucho a mi derecha y a mi izquierda: la Cope, la Ser y Cataluña Radio, amén de la mencionada Intereconomía; al final me quedo con lo que me parece, y ya de paso, me carcajeo sin disimulo de quienes elevan a dogma opiniones ajenas, expresiones de radiofónicos contertulios que los ceporros repiten a voz en grito en la barra del bar, como si aquella idea fuera de cosecha propia. Ignorancia y estupidez en estado puro. Ningún respeto oyes, no me merecen ninguno.

Opinaba Boadella, al cual sí respeto, y mucho, que la relación del feligrés con el sacerdote no debe ser entre iguales, no puede ser un de tú a tú. Lo pienso, lo medito y… le doy la razón.

Hubo unos años en los que creí todo lo contrario, a qué negarlo; creía yo que el sacerdote, como uno más, debía ser colega, amigo, compañero… Imaginaba que lo ideal era el sacerdocio anónimo, sin signos externos, sin nada que delatase su condición. Me satisfacía la modernidad sacerdotal que había quitado los hábitos a las monjas y los clergymans a los curas. Me placía eso, ser uno más en medio del mundo, desapercibidos, diluidos y ocultando nuestra condición. Ese era el perfil lógico para los sacerdotes de mi generación, al fin y al cabo somos hijos de nuestro tiempo.

Han pasado los años, y claro, a día de hoy me alineo en posturas menos populistas y un pelín más reflexionadas, y es que aquello, reconozcámoslo, ya no daba más de sí: Harto ya de estar harto, ya me cansé… ¡Ay Serrat, siempre magnífico el tío!

El proceso, mi proceso personal para el cambio de postura, no ha sido sencillo ni rápido, lo he pensado muy sinceramente, profundamente, muchas veces, todas las del mundo… la conclusión es demoledora: De toda aquella época de ocultación sacerdotal no saqué, y como Iglesia no sacamos, nada positivo, seamos sinceros en eso. No fui testimonio de nada, tampoco ofrecí ninguna alternativa; siendo como todos a nadie interrogaba mi presencia, tampoco a nadie molestaba, era simplemente uno más de un conjunto anodino. Iglesia sin voz ni presencia, tan agazapada que resultaba inexistente, tan acomplejada que vivía de forma invisible; tan en el mundo y del mundo que resultaba simplemente inútil, un eterno más de lo mismo, que no conducía a ninguna parte, no suponía propuesta relevante, ni reflexión necesaria, ni opinión autorizada. Solo hablábamos de la tierra, nada decíamos del cielo, y aparecíamos avergonzados ante el Misterio, enojados ante la religiosidad popular, casi ofendidos ante los cirios votivos, el santo rosario, o la más simple de las jaculatorias.

El pecado de omisión es grave, y ahora, volviendo la vista atrás, me doy cuenta que ese era realmente el pecado de la iglesia en Mallorca (y en tantas partes) durante aquellas décadas. Un pecado tremendo de omisión del que deberíamos avergonzarnos iniciando una auténtica conversión. Un pecado que aún pervive, testarudamente, en fósiles del 70 con casulla de colorines y sesentonas con guitarra, con cultura de grupillo y Misas de Segmentos: misa para niños, misa para jóvenes, misa para matrimonios, misa para quintos, misa para enfermos, misa para ancianos… Misas todas de grupillo; misas tan viciadas en su raíz que uno duda sinceramente que supongan un contacto con Dios. Más creo en un ejercicio de segregación grupal al más puro estilo del pecado social actual. Manía, y obsesiva fijación en fragmentaciones, divisiones, y agrupamientos. La Iglesia debería suponer, ante esa realidad, una alternativa seria, y no tanto una copia chunga y chabacana. Nada puede mejorar a la Eucaristía dominical normal en la que el anciano y el joven, el sano y el enfermo, el pobre y el rico, se dan la paz en una fraternidad e igualdad, que ni el más acérrimo comunista podrá igualar jamás, ¡Ya quisieran!

Abundan todavía faunos con ilusiones revisionistas conciliares. No entendieron el Concilio, creo que no entendieron nada aunque con la desvergüenza del ignorante lo interpretaran personalísimamente. Cada imbécil se convirtió en original teólogo, y según gustos, sensibilidades o conveniencias, -que de todo hubo- sentó cátedra de su genialidad, consistente, unas veces en inventarse las oraciones de la misa -según el momento de inspiración- otras en predicar desde el altar y apoyándose en él, como si de un mostrador se tratara; celebrando misas en el suelo sobre una alfombra; renunciando a claustros para ir a pisitos de protección oficial y un larguísimo etcétera que nos llevó, sobretodo, a renunciar a la belleza y al abrazo apasionado de lo cutre y feo, de lo ordinario, mundano y salchichero como he comentado otras veces. Así se arrinconaron vestiduras y ornamentos propios, se sustituyó el órgano por la guitarrita de monja guay embutida en sus vaqueros oculta-lorzas (véase estilo cuñadas de Homer Simpson), el cáliz de plata por el de cerámica, y la casulla de magnífico bordado por una funda de mesa camilla con agujero para pasar la cabeza. De lo que se trataba era, sobretodo, de no ser distintos a los demás, de ser lo más parecidos al mundo, sin diferencia alguna con el feligrés. Siendo curas, porque no queda otra, pero eso sí, sin que se note.

Pero volvamos a Boadella y a sus interesantes declaraciones. Decía, el polifacético actor, que el sacerdote, renunciando a todo complejo, debe empezar a ejercer de lo que es, o sea, encargado de presidir la asamblea y ser representante de Cristo, en la Eucaristía y en la vida. Añade Albert, que el feligrés busca en la relación con el sacerdote, precisamente, ese contacto con lo sagrado, esa aproximación a lo trascendente, ese acercamiento al misterio de Dios. Dando por buena esa búsqueda, convendremos en la necesidad de marcar un tanto los papeles que nos asignamos, ya que, de no hacerlo, el caos está servido. El sacerdote debe hacer de sacerdote porque eso precisamente es lo en él se busca. El feligrés, querido, busca la diferencia.

Quien a mí acude en busca de confesión o de consuelo, quien a nosotros se acerca para que los casemos, bauticemos a sus hijos o enterremos a sus padres, no lo hace con deseos de igualdad, sino precisamente deseando, buscando la desigualdad. Una alteridad que hace que el sacerdote actué sacramentalmente en nombre de Dios, cosa que no puede hacer el feligrés. Este hecho supone la radical diferencia que conviene preservar para bien del que a nosotros se acerca. Efectivamente hay curas que, en persecución de una modernidad trasnochada, renuncian a su papel, y es una pena, porque siendo el papel del cura un rol de indiscutible servicio, lo único que consigue inhibiéndose de su obligación, es dejar desatendido al pequeño que a él acude.

No hace muchos días estuve en Alcalá de Henares, aproveche para visitar, casi 20 años después, el lugar donde me ordenaron sacerdote. Una joven se me acercó, por obra y gracia del clergyman, y me pidió que le bendijera una pequeña cruz… bendije la cruz y a la chica… se alejó agradecida y con brillo en los ojos. Ella tampoco buscaba a un igual.

Recuerdo aquel chiste antiguo en el que un joven se acerca al confesionario y, tras desembuchar sus pecados, escucha desde el interior del mismo: y a mí que me cuentas tío, yo soy el carpintero que he venido a reparar el mueble. Bueno, la cosa da qué pensar, porque en el momento en el que el sacerdote actúe igual que el carpintero habremos privado al pecador del consuelo y del perdón, que el presbítero puede conceder, en nombre de Dios. Añado que, si el sacerdote es un absolutamente-igual, resultará a todas luces innecesario, porque oye, iguales tenemos muchos, y aquí de lo que se trata es de establecer alguna diferencia que me absuelva de la falta, me ayude a bien morir, me bendiga la unión nupcial, me bautice al chiquillo y me consagre la Eucaristía como Dios manda, entre otras cosas y nunca mejor dicho. De verdad confieso que en esa igualdad absurda radica uno de los grandes causantes de la secularización actual y de la falta de vocaciones al sacerdocio o la vida consagrada. Para ser igual que antes… Pues oye, que no merece la pena.

Debemos recuperar nuestra representación con toda su dignidad. Eso, y no otra cosa, es lo que la gente anda buscando. Vienen como ovejas en busca de pastor, por favor no les digamos que el pastor se ha convertido en una de ellas, mascando hierba y regurgitando, porque en ese momento las desnortamos, les rompemos la unión con lo divino y las abocamos a las pseudoreligiones que, siempre al acecho, aprovechan nuestra maltrecha identidad para presentarse fuertes y seguras, aunque normalmente basadas en la mentira. ¡Viva el Zen y el Buda regordete!

Nada me desasosiega más, en momentos de zozobra como el actual, que las militancias ciegas y dictaduras absurdas impuestas por las religiones laicas, mucho más dogmáticas que las verdades preservadas y presentadas por la religión católica. El ecologista beligerante no renunciará por nada a su condición, y en cuanto pueda, mostrará su identidad sin enigmas ni complejos. El vegetariano adoctrinante se mostrará orgulloso de su casa sin cocina y su dieta, la exhibirá orgulloso, aunque su médico se canse de pregonarle que somos omnívoros, y que la proteína no es una maldición, sino una necesidad. Seguirán, los falsos enólogos, aspirando histriónicamente los efluvios de su copa, aunque el alcoholismo haga décadas que les desproveyó del olfato necesario y del sentido del gusto; discutirán en alta voz sobre añadas y cosechas, denominaciones de origen y la madre que las parió.

Naturistas, folkloristas, feministas, antitaurinos, alianzadores de civilizaciones, sindicalistas, neos de todo pelaje y todas las ideologías pensables: “…Izquierda izquierda, derecha derecha, adelante y atrás, un, dos, tres” ¿te acuerdas de la yenka? .

Nos envuelve toda una fauna que, sin temores ni disimulos remachan una y mil veces su identidad diciendo y pensando: que no quepa duda de quienes somos, que no nos diluyamos, que busquemos nuestra esencia y la vivamos con orgullo, presentándola clara e incluso beligerante. Entretanto nosotros, los de la Iglesia, a callar, no digamos nada, no objetemos ni un ápice esas identidades exhibidas con ansias apologéticas, pasemos desapercibidos… Permitidme, sin embargo, una simple preguntilla, ¿porque ellos sí y nosotros no? O incluso una más cruel ¿Por qué desde la Iglesia aplaudimos tantas veces esas identidades y nos avergonzamos de la nuestra? Pica ¿verdad?

Nosotros proponemos una alternativa válida, una orientación real encaminada a la felicidad de la persona fundamentada en Dios y en la Iglesia; nosotros podemos saciar el ansia de eternidad de quien nos busca reclamando respuestas, y sin embargo, en muchos casos, en demasiados, no lo hacemos, nos arrugamos, nos plegamos y, acomplejados, decimos que solo somos uno más entre los creyentes, en nada aceptamos definirnos e incluso nos enorgullecemos cuando nos sueltan eso de: no parece cura. ¡Manda huevos, tío! Y el gachó va y sonríe.

Lo nuestro, cabe recordarlo, es una propuesta, la tomas o la dejas, así, en libertad… No hijo, lo de los naturistas dándote consejos que no has pedido, y pontificando sobre la vida sana son apologéticos y pelmas. A la Iglesia va quien quiere, pero la doctrina del L Casei Inmunitas y las aguas de mineralización débil, dos litros al día, nos las hemos de zampar cada dos por tres a cucharones.

El creyente no busca en nosotros a un igual sino todo lo contrario. Tomemos pues conciencia de nuestra propia identidad sacerdotal, distinta a la del feligrés porque está a su servicio; reguémosla con la plegaria personal, profunda, sincera y constante; compartámosla en la liturgia comunitaria y no tengamos miedo. Somos mediadores entre Dios y el hombre, o si lo prefieres: somos los encargados de reanudar, religar relaciones Divinas y humanas; de rehacer los caminos que conducen hasta el cielo; los indicados para hablar, al buscador desnortado, de la Buena Noticia del Evangelio, de la presencia de Dios en su vida, del amor que siente el Creador por sus criaturas. Si no lo hacemos nosotros ¿Quién lo hará? si nosotros callamos ¿Quién hablará? Si no anunciamos ¿Quién anunciará?… otras veces he repetido esta cita de San Mateo, viene como anillo al dedo: “…Si la sal se vuelve sosa ¿con qué la salarán? Ya no aprovechará para nada, la tirarán a los caminos para que la gente la pise”. Mt.5, 13b.

Bueno, no nos enfademos más, de nosotros depende. A los curillas despistados que aún buscan desidentificarse, preguntémosles sin manías que pretenden con esa disolución y, según su respuesta, preguntémosles de nuevo por qué, si tanto aborrecen del sacerdocio ordenado, no abandonan lo que ellos consideran una impostura y dejan ya de marear al personal.

Sinceramente, opino que necesitamos con urgencia reidentificarnos; renovar una vez más nuestra propuesta, nueva y eterna; mantenernos fieles a nuestra vocación y presentar al mundo un recorrido que vaya, desde su presente actual, a la ambición de vida eterna que toda alma suspira. Para ayudar a ese fin soy sacerdote, para eso he sido llamado, y ante esa convocatoria Divina hoy, como ayer, aunque con mayor conciencia, respondo al escuchar mi nombre un enérgico, claro y orgulloso: ¡Aquí estoy!