No voy a ocultarlo, el anuncio de la renuncia papal de Benedicto XVI, el pasado 11 de febrero, me sorprendió muchísimo, como a todos, vaya. Se ha hablado de rareza en referencia a esta pontificia decisión, bien está, y sin embargo a mí, ese sentimiento, el de extrañeza, me resulta un punto chocante; puestos a comparar, resultan en la historia de la Iglesia mucho más frecuentes otros finales a determinados papados. Unos pocos fueron obligados a abdicar, otros, demasiados, envenenados o asesinados de forma violenta. De cualquier modo y a pesar de todo, parece que, en general, ha sido la muerte natural la encargada de finalizar esos periodos de la historia, en los que Dios se vale de un hombre determinado, en un momento concreto, para mostrarnos el camino hacia el cielo.

Agradezcamos pues que la rareza o singularidad, llámesele como se quiera, consista en una renuncia, libre y voluntaria, por parte del papa Benedicto XVI, y no un envenenamiento o asesinato, como el que se intentó con su antecesor por parte de Alí Agca. Puestos a revisar la historia, lo del turco, lejos de ser raro, tenía cierta normalidad; repito, gracias a Dios no es ese el caso que nos ocupa, tristísima fue aquella circunstancia aunque con abundantes antecedentes. ¡Bendita sea pues esta rareza, a pesar de su singularidad histórica!

El pontificado de Benedicto XVI pasará a la historia por varias cosas, se me ocurre que una de ellas, y no ciertamente la menor, es la revisión y anulación del llamado “Espíritu del Concilio”. Entiéndase por favor que ese “Espíritu” no afecta al contenido, a la letra del Vaticano II; me cuento -quede bien claro- entre los que piensan que la historia de la Iglesia necesitaba ese Concilio, necesitaba al buen papa Juan XXIII y necesitaba una puesta al día, una resintonización que tenía como finalidad marcar caminos de convergencia, entre la Iglesia de aquel momento, y un mundo rápidamente cambiante que reclamaba, con cierta urgencia, un renovado acompañamiento eclesial. No en vano se entraba, tras el periodo de guerras, en horizontes ignotos y realidades desconocidas tanto para la Iglesia como para el mundo.

No, ciertamente no me refiero a la letra, con ella estoy de acuerdo y pienso que supuso, y supone aún hoy, una caricia amorosa de Dios a la humanidad, un acercamiento misericordioso de la Iglesia a un mundo dolido. Un mundo, recordémoslo, que se lamía las heridas, provocadas por unas ideologías capaces de lacerar lo más divino del hombre, lo más humano de Dios.

Cuando hablo de “Espíritu del Concilio”, hago referencia a una expresión que reflejó y refleja, fijación compulsiva y enfermiza, de una parte de Iglesia, con pretensiones excesivamente “mundanizantes”; me refiero a una corriente revisionista continua, que se retroalimenta pero nunca se sacia; señalo acusadoramente una reinterpretación perpetua de los textos conciliares hasta el límite de lo absurdo, o lo que es lo mismo, hasta el punto de poner en boca de aquél lo que nunca dijo y ni siquiera pensó.

La corriente del “Espíritu del Concilio” pretendió, y durante años impuso, una Iglesia cada vez más alejada de lo divino y más cercana a lo mundano, una tendencia que ha llevado a buena parte del pueblo de Dios, y también a algunos pastores, a callejones sin salida. Hablo de posturas que, lejos de acatar el texto conciliar, nos embarcaron en mil fantasías que ni eran conciliares ni han servido para nada. Afirmo pues que el llamado “Espíritu del Concilio” ha resultado ser una majadería absurda y peligrosa que ha vaciado los templos, emborrachado a pseudo teólogos, y desencantado al pueblo. La eliminación de la armonía y el misterio por parte de los “espiritualistas conciliares” nos ha matado la belleza, nos ha escondido el encanto, nos ha negado la trascendencia, y nos ha alejado de Dios.

Desde el final de Concilio, y hasta el papado de Benedicto XVI, los del “Espíritu Conciliar” han campado más o menos a sus anchas, aunque ciertamente, cavándose su propia tumba. La representación de esa forma de pensar se manifiesta todavía en personajes de guitarra en ristre y un toque étnico; la verdad es que debido a la edad tocan cada vez peor, son cada vez más viejos, cargados de mala leche y no tienen relevo; los curas obreros pasaron hace años a la historia de lo cutre, considerémoslos extintos; las religiosas y religiosos sin claustro ni hábitos se van extinguiendo a un ritmo alarmante, sus pisitos obreros, otrora tan modernos, se han convertido en sus propias sepulturas. Esa es la herencia que hemos recibido. Esa fue la realidad que se encontró Benedicto XVI incluso cuando todavía era el cardenal Ratzinger. Hombre inteligente que supo interpretar perfectamente los signos de los tiempos y oteó, sin ningún género de duda, el desastre que se nos venía encima.

Jóvenes no tenemos, a qué engañarnos. Y no los tenemos porque nadie aparece dispuesto a acompañarlos. Acompañar al joven supone un esfuerzo en el que se nos exige mostrar nuestra identidad, andamos tan desencantados que ni para eso tenemos fuerzas. En Mallorca son poquísimos los sacerdotes que trabajan en colegios, en movimientos infantiles o juveniles, y muchos menos los que tienen presencia real en las catequesis o incidencia real en las familias. Ante semejante panorama no nos extrañe que el mundo no reconozca a la Iglesia como una alternativa a su propia corrupción y falta de horizontes, a su desencanto y desintegración; como digo, no es de extrañar.

Los del “Espíritu Conciliar” recibieron una iglesia abarrotada, nos han dejado los templos vacíos. Así de claro y así de crudo: llevamos cincuenta años de deriva en la que nosotros nos hemos acercado mucho al mundo, pero en ningún momento hemos conseguido que el mundo se acercara ni un pelín a Dios ¡Craso error!

Fue necesaria la llegada de Benedicto XVI, el 19 de abril del 2005, para frenar esa sangría, esa hemorragia que suponía la desacralización de la propia Iglesia. En ese empeño el papa se ha empleado a fondo durante todo su pontificado, desde el primer día al último ha tenido claras sus prioridades, y entre todas, destaca la de devolver la santidad a la Iglesia, arrebatándola, sin complejos, de las manos de un mundo que la estaba matando. Invasión blasfema de lo sagrado con el consentimiento de muchos cristianos, demasiados sacerdotes y algunos obispos, conformes con ese descuartizamiento.

Ante esa postura papal, clara y contundente, sus contrarios se enrabietaron airadamente e iniciaron, de inmediato, inmisericordes críticas en cuanto sonó su nombre como sucesor de Juan Pablo II. Las descalificaciones impregnaron los medios, y las opiniones de los del “Espíritu del Concilio” lo acusaron una y otra vez de ser el jefe de la Inquisición. Nos lo presentaron tan rematadamente malo, que tal parecía que con él, la Iglesia regresaría a la Edad Media, que una época de negrura se cerniría sobre la cátedra petrina como en los peores tiempos de la historia eclesial.

Nada se escatimó en el ataque, y aunque con pocos y pobres argumentos, se le acusó de filo nazi y un montón de lindezas, injustas y oprobiosas, que en nada se ajustaban a verdad. Nada de eso era casual, nada era gratuito, y por supuesto, ninguna de esas afirmaciones era bienintencionada. El papa Benedicto empezó a aparecer, en los círculos de progresía eclesial, como el enemigo principal de la Iglesia. Se le presentó como alguien cargado de maldad por el simple hecho de reorientar la nave, alejándola definitivamente de la deriva que los del “Espíritu Conciliar” consideraban correcta, y manteniendo un rumbo, firme y sin titubeos, hacia la santidad. Ese, repito, ha sido su gran y único objetivo, devolver la santidad a la Iglesia.

Jamás ha concebido el papa una Iglesia sin el hombre, jamás la ha pensado abandonando el mundo a su suerte. Antes al contrario, en todo momento ha querido, el Santo Padre, subir a todos a bordo, ha tirado del hombre hacia arriba, con tremendo esfuerzo, mientras seguía orientando la nave en la única dirección posible: la que marca el camino de la tierra al cielo, del hombre hacia Dios, y ya de paso devolvía la Iglesia a Cristo su único Señor.

Magnífico timonel empeñado en acercar nuevamente el hombre a lo sagrado alejándolo de cualquier distracción. Reorientando la Iglesia hacia un solo destino: la santidad; un solo objetivo: la dignidad del hombre; un solo horizonte: el Amor de Dios.

No, los del “Espíritu” todavía no se lo perdonan aunque claro, ya importa poco porque cada vez son menos. Ellos preferían lo anterior, el coqueteo mundano que poco a poco los iba desdibujando y convirtiéndolos en caricaturas, monigotes, esperpentos de lo que debían haber sido y no fueron: monjas que no parecían monjas, curas que no parecían curas, cristianos que tampoco parecían cristianos. Esa parte de iglesia, profundamente mundanizada, desacralizada y laicista prefería el mundo y no ambicionaba el cielo, así de simple.

De ningún modo era posible que se entendieran con un papa que hablaba de Dios y postulaba la vuelta a la belleza del Misterio Divino. Ni siquiera la razón del teólogo Ratzinger podía convencerlos. Entre el cielo y la tierra, los del “Espíritu” ya habían optado, tenían los pies en el barro y las manos en el lodo, estaban, y están, sentados en el fango.

Y tanto barro, tanto lodo llegó a tocar la Iglesia que se manchó. Mientras la dirección de la Iglesia postconciliar apareció en principio dubitativa, convergente o paralela a la del mundo; mientras seguía lejos de lo sagrado y demasiado cerca de lo terreno en el revisionismo absurdo del “Espíritu del Concilio”, el mundo calló en el silencio cómplice, diabólico y artero del malo. Pero bastó un leve cambio de rumbo, una leve desviación de la proa hacia el cielo, para que el mundo gritara, levantando el dedo acusador y amenazante contra una Iglesia que, sin duda, había pecado gravemente, pero a imitación del mundo, cosa que nadie parece observar.

Nada se dijo antes del papado de Benedicto XVI. Supongo yo que la razón es que nadie habla mal de los compañeros de camino cuando se sigue el mismo recorrido; pero en el momento en que la Iglesia, en el instante en que el Papa quiso apuntar hacia la santidad, desviándose del mundo y presentando alternativa, éste se mofó de él y de la Iglesia. Señaló acusadoramente el barro pegado en sus albísimas y milenarias vestiduras y descalificó no sólo a los canallas, sino a la totalidad de los cristianos, al conjunto de la Institución. Fue entonces cuando muchos fuimos conscientes del tremendo error vivido. Tan del mundo hemos querido ser que al final el mundo nos ha absorbido en su vorágine de pecado, no hemos sido alternativa, nos hemos mundanizado y el mundo nos ha vencido, así de simple, así de claro y triste.

Pero Benedicto XVI no se dio por vencido, él no. El Papa continuó argumentando, pensando, actuando, y sobretodo rezando. Los otros siguieron acusando y fue en ese momento en el que se produjo la gran paradoja: aquel Papa al que tildaron de neo inquisidor y filo nazi empezó a pedir perdón. Todo su pontificado ha sido una continua petición de perdón. Nada, en mi opinión, se aleja más de la idea de la Inquisición antigua o de las ideologías extremas aún existentes. Una Iglesia que pide perdón es una Iglesia caminando hacia la santidad.

El Papa, lejos de la imagen que intentaron vendernos, apareció como un hombre sabio, bueno y sufriente. Ante la bronca del mundo que denunciaba el pecado de la Iglesia, abominable y verdadero, se mostró valiente y vigoroso. No se escondió, dio la cara ante el mundo por el pecado que él no había cometido. Un pecado que ni siquiera se había perpetrado durante su pontificado, pero que él asumió con dolor y valentía. Se encargó de lavar los platos que otros habían ensuciado hacía veinte, treinta o cuarenta años.

Pidió perdón a las víctimas, escuchó aterrado los testimonios que le presentaron, atajó la impunidad de los canallas que abusaron de inocencias, denunció los delitos e impuso tolerancia cero. En una palabra, primero se separó del barro del mundo y después, durante todos estos años, se ha dedicado a lavar en lo posible las manchas que, entre todos, nos echamos encima cuando pensábamos que lo de mundanizarnos era la panacea. La realidad es que cuando uno lo piensa, y vistas las consecuencias, la mundanización supuso simplemente una inmersión en el Mal. El mismo Mal al que debíamos haber atacado sin ofrecer tregua. Fuimos de colegas con el Maligno y bien caro lo estamos pagando. El papa Benedicto ha sido la víctima inocente de todo ese desaguisado.

Deseo añadir alguna reflexión todavía, esta vez en comparación a su mediático antecesor. Las imágenes del papa Juan Pablo II en su agónico final de pontificado fueron buenas para el mundo y para la Iglesia.

El papa ya no caminaba, apenas se le entendía, la enfermedad, la vejez, el dolor… todo aparecía encarnado en la cabeza visible de la Iglesia y a mí, he de confesarlo, me emocionó.

En aquellos momentos la Iglesia sí presentó una alternativa al mundo, y en el Papa anciano y doliente mostraba su propuesta: el mundo no sólo es bueno cuando la belleza de la juventud, cuando la fuerza del deportista o cuando el éxito del triunfador se impone como criterio estético o modelo a imitar. Cuando el mundo persigue eso la Iglesia presenta a un Papa sufriente, dolido, mermado, al final hasta mudo y aparentemente inválido.

Fue una gran lección: también los ancianos, feos, poco agraciados, enfermos, lisiados, viudas, pobres, huérfanos… todos ellos son hijos amados, y todos, todos sin excepción, forman parte de esa realidad maravillosa que supone la humanidad, merecedora de toda dignidad, imagen verdadera de Dios. La lección me sirvió y desde entonces entiendo la limitación humana como un necesario acicate para nuestra santificación, en ningún caso como un estorbo o fastidio. La debilidad del otro puede humanizarme si me dejo interpelar y decido ayudarlo. Entendí perfectamente la doctrina de la Iglesia cuando defiende la vida humana desde el momento de su concepción y hasta la muerte natural. No me quedó ni ápice de duda.

Ante Benedicto XVI experimento un sentimiento complementario al experimentado ante Juan Pablo II. Considero que el Papa ha tenido un pontificado permanentemente clavado en el Calvario; risa y escarnio de unos, acusaciones de otros, incomprensión de muchos… Juan Pablo II envejeció y murió, prolongada y lentamente… pero una sola vez; Benedicto XVI ha muerto muchas, muchísimas veces. El papado le ha traído sufrimiento constante, dolor continuado, escándalo ante el pecado de la Iglesia que él representa, pena al ver la dirección que la historia nos había ido imponiendo, lástima al contemplar la connivencia mundana, tristeza al constatar el alejamiento de Dios.

Como Cristo al que representa, para devolvernos la vida y la salud él ha entregado la suya, ha soportado insultos, críticas tan mordaces y violentas que asustarían al más aguerrido. Recuerdo nítidamente más de un abucheo. Se me reproducen las imágenes de la consagración de la Sagrada Família en Barcelona y el colectivo de gays y lesbianas besándose provocativamente al paso del coche papal… siento vergüenza, vergüenza y pena. Resuenan todavía las mofas ignorantes sobre el buey y la mula del Belén, como si eso tuviera la más mínima importancia en la vida de quienes lo criticaron. El papa argumentó sabiamente, los otros rieron mucho, pero no argumentaron nada… pena y dolor, eso siento.

Me duele todavía constatar cómo se ignoran sus indicaciones cuando no gustan, me hieren los ataques que se le han hecho sin fundamento. Sacerdotes que ignorando las indicaciones de la Santa Sede continúan todavía en la línea de querer ser “modernos”; religiosos que se empecinan en secularizarse ante los ojos de un mundo que necesita justamente todo lo contrario. Curas de incógnito, en lo ético y en lo estético, cuando más que nunca se precisan testimonios de fe que ellos no están dispuestos a dar.

Me asusta la poca, poquísima presencia que tiene la Iglesia entre los jóvenes, me horrorizan los celos entre iglesias vecinas y la vagancia como blasón de muchas de ellas. Me duelen los sacerdotes falaces que a veces dicen llevar cuatro parroquias pero que en realidad no están nunca en ninguna, y sobretodo me hiere el alma constatar que, en tantas, tantísimas ocasiones, la indicación del pastor nos guía hacia la fuente clara y cristalina y nosotros nos empecinamos en beber aguas fangosas.

Santidad, usted ha muerto ya muchas, demasiadas veces. Su testimonio ha sido válido y pienso que sus manos bien podrían sujetar la palma del martirio que el mundo y la misma Iglesia le han impuesto.

En la lucidez, que nunca le ha abandonado, intuye que debe dejar paso a alguien que pueda enfrentarse al mal que nos rodea. No se trata de una retirada suya, se trata de seguir plantando cara al pecado, y si Su Santidad considera que las fuerzas le faltan, si intuye que la parte de pecado que Usted ha vencido puede volver a dominar a la Iglesia a causa de su debilidad… entonces Santo Padre, hace Usted muy santamente en darnos la última y genial de sus magistrales lecciones. Ceda tranquilo el puesto de la lid, y con la conciencia tranquila del que todo lo ha dado… Descanse merecidamente, Santidad.