Yo como todos, con los ojos como de mochuelo al escuchar el nombre del nuevo pontífice. Poco después se fue aclarando la cosa y me enteré, nos enteramos, todavía vagamente, de su perfil: Argentino, Jesuita, y que adopta el nombre de Francisco por el pobre de Asís. Reconozco que, ya de entrada, lo del nombre me hace cierta gracia, llamarme como el papa me gusta, a qué negarlo caramba.

El día siguiente a la elección me llamaron de la radio para recabar opinión, ellos mismos establecieron con prontitud una semblanza, un paralelo entre Juan XXIII y éste Francisco que por ser el primero se queda con Francisco a secas. Digo lo poco que sé, algo de lo que presiento, y dejo claro que ignoro más que afirmo. En esos días yo creo que todos hablamos con boca de sapo, sabíamos, sabemos muy poco.

Sí considero que la comparación con Juan XXIII está bien establecida. Aquel fue el bálsamo sobre las heridas de un mundo dolorido tras el periodo de guerras en las que, no sólo, pero sobretodo Europa se desangró. Fue consuelo para una humanidad que contemplaba temerosamente el futuro. Futuro incierto para el mundo, e igualmente impredecible para la propia Iglesia, Divina en lo inmutable, ciertamente, pero humana en los avatares de la vida.

Juan XXIII mostró la imagen misericordiosa del Vicario de Cristo a una sociedad acostumbrada en exceso a marchas militares, dictadores, invasores; mostró una necesaria imagen de compasión ante viudas, huérfanos, mártires, y un montón de sufrientes, consecuencia, todo ello, de la locura en la que como humanos nos habíamos embarcado. Travesía que nos costó demasiado y de la que, todavía hoy, pagamos tremendas consecuencias.

En la Europa de preguerras ya habíamos matado a Dios y, como consecuencia, ya habíamos aniquilado al hombre. Llegaron después los conflictos bélicos que, a diferencia de los antiguos, no fueron religiosos. Fueron, eran y son, principalmente, enfrentamientos económicos o de expansión racial, monstruos feos de cualquier modo. La conclusión fue devastadora, un mundo sin Dios se demostraba posible, una sociedad absolutamente laica también. Otra cosa es que esa sociedad atea fuera mejor, la muerte de Dios, como ya he dicho, supuso la muerte del hombre, la supone todavía hoy, en estos mismos momentos.

Este cosmos humano, esta sociedad en la que Dios no aparece en escena porque lo hemos recluido, ha generado la denominada Cultura de la Muerte. Una cultura con dos columnas principales: la muerte bélica y la muerte cómoda. La muerte bélica no precisa mayores explicaciones, antigua y fea resulta conocida. Otra cosa bien distinta es la muerte cómoda, es esa una muerte consistente en preservar higiénicamente la llamada Sociedad del Bienestar. Supone la comprensión, el entendimiento, la concepción de la comodidad como el máximo bien posible, como el “bien supremo” al que la persona debe aspirar.

Efectivamente, cuando el bienestar es elevado a categoría absoluta resulta del todo necesario preservarlo, eliminando todo aquello que pueda perturbar la paz de quienes lo disfrutan. Ahí, en ese instante, nace la mencionada Cultura de la Muerte. Perversa forma de pensar con multitud de manifestaciones y algunos ejemplos ilustrativos. Es la cultura -a modo, digo, de ejemplo- que permite el ejercicio irresponsable del sexo y, al tiempo, te proporciona el aborto como remedio a aquella sinrazón. Podemos, sabemos matar, y en el colmo de la inmoralidad consideramos lícito el aborto porque hemos convertido el bienestar en algo más sagrado que la propia vida, sustituto idolátrico de Dios que, no sólo no me exige entrega o reciprocidad amorosa hacia el hermano, sino que me exime de toda responsabilidad, animándome siempre al goce y al confort, liberándome eternamente de toda conciencia de culpa.

Otro ejemplo muy de moda lo supone ese discurso, cada vez más presente, en el que se habla de forma muy preocupante sobre la eutanasia. Se arguye el sufrimiento inútil del débil, el terminal, el irreversible… cada vez que lo escucho me entran sudores fríos porque pienso que si ese despropósito se regula y lleva a término, lo que de verdad se impondrá, será nuevamente el criterio único y tiránico de la comodidad como bandera. La culturilla de la Sociedad del Bienestar haría el resto. Con prontitud llegaríamos a la conclusión que nadie tiene por qué andar cambiando paquetes a padres dependientes, ni pasando noches toledanas en clínicas u hospitales.

El aborto empezó siendo teóricamente terapéutico ¿recuerdas?, ha acabado siendo el remedio que me libera de responsabilidad. La excusa para sexo sin restricciones, sin preocupación. Al crio lo mato y al viejo… pues lo mismo tío, si me molesta inyección y punto. Repito, lo importante es el bienestar… ¡el tema da un miedo tremendo!

Hablábamos del papa Juan XXIII y de su caricia a un mundo dolido. Tras la muerte de Pio XII y el final de los principales conflictos, el mundo necesitaba urgentemente esas caricias. A través del papa la Iglesia entera apareció como Madre y Maestra, cariñosa, compadecida, paciente, dispuesta a enseñar nuevamente a una humanidad extraviada el camino que conduce hacia el cielo mientras curaba las heridas en la tierra con su eterno mensaje de Paz.

Cierto, hoy no nos hallamos ante el mismo escenario, aunque el mundo no haya dejado de sangrar en guerras continuas. Con todo, nuestra percepción no es la del 1914 o 1940. La Gran Guerra actual, que la ha habido y aún colea, ha sido la del hombre contra la Sociedad del Bienestar. La economía y el discurso político han sido las armas de los malos; el ideal único de los perversos: el bienestar; el enemigo a batir: todo aquello que en algo estorbe o distorsione la comodidad; la víctima indiscutible: el hombre.

Si Juan XXIII apareció como un papa bueno en el momento oportuno, sucede otro tanto con el pontífice actual. Hablar de pobreza, sencillez, austeridad, a un mundo en el que los suicidios por desahucios están a la orden del día supone una novedad interesante. Observar a un papa con zapatos gastados, interroga a los que hasta hace muy poco se gastaban los dineros de forma alocada buscando marcas y caprichos. Escucharlo en defensa del hombre supone una magnífica noticia, al final alguien habla de la persona y no tanto del bienestar. Gracias a Dios aparece bien posicionado.

Puede resultar entonces un papa balsámico, ungidor de heridas, consolador de afligidos, abatidos y derrotados. Ciertamente muy parecido en eso al papa Juan. Aquel tuvo que enfrentarse a la cultura de la guerra que deshumaniza y mata, éste debe mantenerse firme contra el imperio de la economía irresponsable, la banca, y gran parte de la política y el capital que mata tras haber deshumanizado. Los enemigos aparecen algo distintos, idénticas sin embargo, las consecuencias.

Aparece poco amigo de las celebraciones ornamentalmente ricas, ahí no sintonizo tanto. Necesito una liturgia vaticana que suponga un plus de calidad y belleza a la celebrada dominicalmente en mi convento o parroquia. Necesito que la Iglesia sea referente en el respeto al hombre, pero alimentándose de la adoración debida a Dios del que todo amor humano se sustenta. Me gustaría que la sencillez evangélica, siempre necesaria, no supusiera el empobrecimiento litúrgico. La Belleza es, y ha sido, una herramienta usada desde siempre, no sólo por la Iglesia, sino por toda forma de adoración, veneración de Lo Sagrado. Preferiría que no renunciáramos a lo bello. De cualquier modo si el papa opta también por esa pobreza me interrogará y lo respetaré igualmente, tengo meridianamente claro que él es Pedro, acepto eso sin discusión.

Me quedo con lo positivo, que es lo más, y con muchísima diferencia: Devolver al hombre su dignidad tras atravesar el desierto de la economía, la sociedad del confort y bienestar; elevar la valoración humana, justo en el momento en que el relativismo moral, nos habla de restarle importancia a todo para seguir gozando de la vida sin problemas. Me quedo, convencidamente, en la defensa del débil, el pequeño, marginado o abandonado por ser éstos los predilectos de Dios. Me quedo también con la profesión de fe en Dios que incluye también la fe en la Iglesia Una, Santa, Católica y apostólica. Me quedo, profundamente seguro, en la parte del papa que es la parte del hombre que, anhelante de Vida, mira hacia Dios, imagen sublime que presupone, amorosamente posada en el hombre, la entrañable y paternal mirada Divina.

Santo Padre, ad multos annos vivas!