En el último artículo colgado en este mismo blog hablaba yo de los rostros o caras de Bélmez. No sufráis que no me voy a prodigar en el tema, los fantasmas de los que hoy quiero hablar nada tienen que ver con aquellos, aunque éstos, sin duda, den más miedo.

Empecemos por aclarar que los fantasmas a los que me refiero son aquellos que conforman mi pensamiento doloroso. Recuerdos, retazos del pasado, evocaciones de un tiempo pretérito en el cual me descubro, amargamente, como hacedor de mal. Ya, ya os advertí que éstos asustan mucho más.

Distingo, y esto con claridad meridiana, que mi vida aparece muchísimas veces oscilante entre situaciones de poder y de sumisión. No nos engañemos: Nunca he ostentado los poderes que el mundo apetece. Ni he tenido ocasión ni los he pretendido; quede claro que jamás ambicioné aquellos laureles que tantos persiguen. No, lo mío, mi parcelilla de poder ha sido siempre doméstica y, en comparación con las potestades reales, pongamos que cuando menos, ridícula e incluso patética.

Sí he vivido, y esto abundantemente, situaciones de sumisión. Aclaro, y esto es importante, que la sumisión nada tiene que ver con la obediencia; en mi vida he sido obediente a todo aquello que yo advertía procedente del amor: obediencia paterna en un primer estadio que a la postre ha resultado vital; también a maestros y profesores que me acompañaron en mis frustrantes años de estudiante haciéndome comprender que lo importante en la vida era el ejercicio de la bondad. Sí, fui obediente a mucha gente buena, incluso diría, sin temor ni duda, que conservo esa capacidad obediencial casi inmaculada.

La sumisión es otra cosa. Cuando a ella me refiero lo hago con la rabia de la víctima que fui, o soy todavía, en tantas y tantas situaciones. En el mundo de la música hallé algún “sometedor” u opresor, reconozco que no demasiados, balance positivo. Ha sido en la Iglesia donde más he podido experimentar la amarga sensación de estar bajo el peso de una bota que oprime mi cara contra el suelo durante casi 25 años. No me extenderé, quede el tema en que en la práctica, casi todo lo que mi eclesial memoria abraza, desde un seminario profundamente negativo, hasta prácticamente el momento presente, se me antoja como un tiempo de sufrimiento tan estéril como pesado por reiterativo. No, no creas que me victimizo querido, lo bueno de todo esto es que no debo nada a nadie y soy más libre que la canción de Nino Bravo, genial el tío por cierto.

A pesar de la descompensación bestial entre los dos estadios, constato que ha existido una oscilación de roles en la que me he visto envuelto de forma normalmente involuntaria: poder, sumisión, poder sumisión… unas veces esos golpes de péndulo se han producido de forma alterna, otras, sin embargo tan a la vez, tan simultáneamente que daban miedo. De la sumisión, ya lo he comentado, he sacado una visión libre de mi vida, en cambio del poder… ¡Ay el poder!

La primera parcelilla apareció con la evaporación de la adolescencia; fue entonces cuando me sentí seguro. Recuerdo un viaje organizado en el que, con mis padres, llegamos hasta Asturias; salida nocturna del grupo, entrada en un local acogedor con música bailable, y un simple amago materno de dejarse llevar por el compás. En mi seguridad le afeé la conducta y quedó mi madre con cara de sorpresa y tristeza mal disimulada, le hice daño, ahí querido ya tengo un fantasma, ¿lo pillas?

En plena jodienda del seminario, con expulsión incluida, trabajé durante años en un albergue de transeúntes. Por esas cosas del destino me nombraron coordinador de la primera planta, o sea, para entendernos, parcelilla de poder ¿me sigues? Normativa más o menos estricta, todos en nuestro papel, y yo con mi atalaya de poder bajo los pinreles. Entre el montón de normas la prohibición de comer en la sala de la tele. Se servía cena a los usuarios, quien quisiera debía subir al comedor, repito, prohibición de comer en la sala.

En un rincón, con la mirada huidiza de quien la vida ha puteado demasiado estaba Antonio Alcántara. Con gesto lento pelaba una simple manzana mientras sobre la tapadera de la estufa tenía ya preparado un trozo de queso… No le permití comerlo. La resignación del que no tiene ni fuerza para discutir se dibujó en un rostro que hoy comería a besos pidiéndole perdón. Otro fantasma, seguro que lo vas pillando ¿verdad?

Aún otro más, éste de cuando niño. Sobre la tienda de comestibles que teníamos, vivía, de alquiler, una familia tan pobre como nosotros, sí querido, en aquel tiempo éramos legión. El piso no era grande y en él habitaban padres y dos hijas. Aun así, en un cuartucho diminuto vivían realquilados dos abuelos con su nieto. La pobre mujer hacía equilibrios para poder malvivir con lo que su hombre ganaba como guardacoches en una época en la que no había problemas de aparcamiento. Cocinaba en un fogoncillo de carbón en la galería trasera y cuando necesitaba agua veíamos bajar una olla tiznada hacia la cisterna del patio. Naturalmente la mujer olía a pura miseria. Un día, chiquillos como éramos, quisimos oler a la Rafaela, fui yo quien la entretuve haciéndole un caso fingido para que a los demás les diera tiempo a avergonzarla. La anciana partió dolida, humillada. Otro más a la lista, seguro que ya lo has pillado del todo, ¿no?

Tengo muchos. Tras años de trabajar en la ferretería familiar conseguimos con mi hermana que mis padres partieran unos días de viaje, descanso bien merecido. Un cliente habitual, anciano, compró una caja de betún marrón el color del cual aparecía exacto en la tapadera del producto. A los pocos minutos regresó a la tienda, había abierto la lata, pasado por ella el cepillo dejando marcadas las cerdas en el betún… ahora el color no le gustaba y pedía que se lo cambiáramos. Mi hermana le explicó la dificultad: la lata ya estaba abierta, el producto empezado… el hombre escuchaba con una sonrisa ausente. Amenazó con contar a mi padre la negativa al cambio. Monté en cólera y le respondí muy agriamente… seguía sonriendo y con esa mueca se marchó dejando la latilla sobre el mostrador. Pocos días después supimos que padecía Alzheimer… Un susto más, otro más, perdón, perdón.

¿Seguimos llamándolos fantasmas? O tal vez nos atrevemos ya a definir este pesar como conciencia clara del dolor causado y por consiguiente, arrepentimiento.

En los años que llevo de sacerdote suelo confesar a mis feligreses de forma más o menos asidua. Unas veces el penitente solicita el sacramento, otras el ejercicio del mismo viene marcado por los tiempos litúrgicos. Muchas, demasiadas veces, al iniciar la confesión ya me advierten que no saben de qué confesarse, que no tienen conciencia de haber pecado. Lo escucho y me quedo a cuadros porque me parece mentira que la gente pueda haber vivido tantos años y no tener fantasmas, no tener mala conciencia de la acción pasada, del daño causado.

Cierto es, no nos engañemos, que la confesión arrepentida y sincera, con propósito de enmienda, lava total y absolutamente los pecados. De este modo se comprende la Misericordia Divina hacia nosotros. No albergo duda alguna sobre ese perdón, mis dudas, mis fantasmas no suponen reparos al divino perdón, mis angustias se sustentan en mi propia fragilidad, en la sensibilidad del alma que no siempre descansa al ritmo que uno desea. Sé que Dios me ha perdonado, albergo dudas sobre mi propia capacidad de misericordia, sobre la capacidad de otorgarme, a mí mismo, el perdón.

Al margen de confesiones me doy cuenta que en el devenir de la vida suelo encontrarme con dos tipos de personas. Las que sufren y las que hacen sufrir, calco exacto de los dos estadios descritos ut supra y que suponían situaciones de poder o sumisión.

Quede claro que el poder resulta en ocasiones puramente funcional, potestativo, nada que objetar en ese caso. Si el guardia me pone la multa es porque he cometido una infracción, repito, nada que objetar a ese poder de actuación. En otras ocasiones el poder no es de potestad sino de abuso, un poder abusivo que somete, daña y destroza, un poder lesivo que siempre es ejercido de forma despótica e inconsciente sobre el débil, sobre el que no se va a quejar, sobre el que se tiene ascendiente, sobre el subordinado. En ese caso el poder resulta todo lo maléfico que hemos visto y provoca unas tremendas meteduras de pata que no siempre tienen fácil arreglo.

No sé, desconozco la existencia de fantasmas ajenos. Bastante tengo con los míos. Supongo, o mejor, quiero pensar, que todos tenemos los nuestros. Al cabo ¿Qué será eso que llamamos Juicio Final?… No, no tengo respuesta, tal vez sea la visión completa de la propia vida vista con los ojos de aquellos a los que hicimos sufrir. Y, si es así ¿podremos resistir tanto dolor?

Definitivamente, necesitamos confiar plenamente en la Divina Misericordia, creer que en la Cruz de Cristo son realmente expiados mis pecados, que en sus llagas mis inmundicias han sido purificadas, que en su sepulcro mis culpas han sido sepultadas, que en su resurrección se me devuelve la vida ya sin combate, con la conciencia tranquila, amansada ya, definitivamente, por la caricia que el niño recibe de su madre mientras lo arrulla.

Así lo reza el salmista:

No está inflado, Yahveh, mi corazón, ni mis ojos subidos.

No he tomado un camino de grandezas ni de prodigios que me vienen anchos.

Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre.

¡Como niño destetado está mi alma en mí!

¡Espera, Israel, en Yahveh desde ahora y por siempre!

Repasada la vida, conocidos mis fantasmas, sólo me resta concluir con un profundo asentimiento al Divino Amor.

Señor ¡que así sea!