Hace años, muchos ya, terminaba yo mis estudios de Canto en el Conservatorio de Música de Palma de Mallorca, convirtiéndome así en cantante profesional, aunque nunca ejerciera más que como amateur. En aquellos tiempos el mencionado centro estaba en el antiguo edificio de la Misericordia. El alma mater y director del mismo era el sacerdote, y posteriormente canónigo don Bernat Julià, hombre tan entusiasta con la música como áspero en el trato humano, no se puede tener todo.

Durante seis años aprendí solfeo, algo de armonía, rudimentos de piano y el ya enunciado canto que constituyó el grueso de mi formación. Como ya se me ha pasado la edad de ser falsamente modesto, te diré que siempre obtuve notas excelentes. La media fue siempre sobresaliente. Digo esto porque con lo que voy a soltar después, nadie tenga la tentación de tildarme de profano. No me dedico, no me he dedicado profesionalmente nunca, pero sé de lo que hablo pese a quien pese. Ignoro muchísimas cosas, muchas más de las que sé, y sin embargo, en materia musical, sin ser nada extraordinario, tengo criterio, y si hablamos de música cantada debo añadir, sin pavoneos, que también algo de sapiencia.

Entre las experiencias más sublimes, musicalmente hablando, está la de gozar de la voz humana como instrumento. Efectivamente ninguno puede comparársele, puesto que su posibilidad de expresión la convierte en inigualable. Expresa, lógicamente, con la música, pero también con la palabra, con la dicción e incluso con la intención, todo cuenta, todo suma. El resultado puede ser genial… o no, veremos.

Añado que en mis años ejercientes canté en formaciones pequeñas, posteriormente grandotas y finalmente en la coral Studium de la que extraje más experiencia y criterio que en las anteriores, incluso aventajó, ese tiempo bajo la dirección del genial Carles Ponsetí, la formación recibida en el Conservatorio, fue un magnífico complemento.

Finalmente, y ya puestos a tirar de currículum, me especialicé en canto gregoriano en la abadía de Santa Cruz del Valle, o sea, con los benedictinos del Valle de los Caídos. Fue una experiencia genial.

Y es que todos tenemos filias y fobias; mis filias me llevan a gozar de la música cantada, y añado que soy un todoterreno auténtico, me encanta la copla, la zarzuela, la ópera, y de forma especial la música coral si está bien hecha.

Mis fobias son ya, en gran parte, conocidas por muchos. Demasiadas veces me he manifestado en contra de los grupillos de guitarras que machacan acordes incantables por nuestra feligresía. Demasiadas veces me he reído de ellos porque parecen formar la Secta del Traste, grupo homogéneo e impermeable en la manifestación del horror musical. Grupos estufa en los que se sienten divinamente los que están, y parecen decir: Si la gente no canta, pues oye, que se jodan, que aquí quien rasca las cuerdas somos nosotros.

Ay, Dios, y pensar que aún perduran… vienen a ser lo más parecido a las plagas de Egipto, ya sabes: el río convertido en sangre, las ranas, los mosquitos… y al final de todas, incluso después de la muerte de los primogénitos, Dios les mandó a un grupo de guitarristas de los de Misa, para a acabar de machacar a los cabrones de los egipcios que, desde aquel día, por supuesto, nunca más levantaron cabeza. Pobrecitos.

Como a los guitarristas litúrgicos ya les he dedicado muy bellos epitafios, cargo hoy las tintas sobre otro colectivo igualmente custodio de horrores sin fin. Me refiero a la mayoría de los denominados Coros Parroquiales, abundantes ellos, pésimos casi todos y conformadores, por tanto, de mis fobias ya comentadas ut supra. Para aclarártelo querido, mis fobias aparecen de forma clara ante lo cutre, muy abundante por cierto, y más en el eclesiástico seno.

Para empezar por lo simple, y en contra de lo que parezca, en Mallorca, los Coros Parroquiales no están formados por feligreses. De hecho la mayoría de cantores no pisan nunca la iglesia si no es para lanzar los agónicos berridos que tan bien los identifican. No, no están formados por feligreses sino por aficionadillos del tres al cuarto a la música. No son cristianos practicantes que cantan en el coro, no hijo no, en todo caso son coristas frustrados que se lamen las heridas de sus fracasos cantando en Misa. Cosa distinta querido, cosa distinta. Si no berrean no van a Misa, ese y no otro, es el grueso que conforma la realidad de los mencionados coros.

Otra muy maja es que la mayoría de sus componentes son orgullosos analfabetos musicales. Recuerdo que en mis tiempos de corista acudía a conciertos… no, hace años que no, no tengo el hígado para aguantar según qué. Cuando iba, digo, sucedía en la mayoría de ocasiones, que los conciertos eran de pena. De cualquier modo, ante la mirada interrogante -y algo arrogante- de los componentes de la agrupación, por pura educación alababa yo lo poco alabable que hubiera.

Los que me conocían se partían de la risa porque se me notaba la vena cínica a kilómetros. Allá que decía yo: oye, y lo bien que lo habéis hecho; este coro de Nabucco no lo cantan ni en la Scala de Milán. ¿Creéis que alguien pillaba la coña, sorna o cachondeo?, qué va tío, lo normal es que respondieran: Pues oye, mira lo bien que nos sale y ninguno sabemos solfeo. Ea, allá que vamos, o sea que para esos cenutrios el hecho de no saber solfeo constituye un plus… ¡vamos anda!, para mear y no echar gota. Por cierto el Va Pensiero estaba lleno de portandos, desafinaciones, falta de sincronización y tempo de marcha fúnebre. Y yo por dentro descojonándome. Qué tiempos.

Otra muy maja y digna de comentario lo constituye el secuestro musical al que la mayoría de Coros Parroquiales someten a la feligresía. Efectivamente, los días de fiesta mayor (únicos días en los que los coristas pisan la Iglesia) se ponen a berrear, rebuznar o graznar canciones que, o bien nadie conoce (en eso se parecen a los de la Secta del Traste) o las cantan a una velocidad tan distinta a la acostumbrada que obligan al pueblo a callar.

He llegado a escuchar canto gregoriano a ritmo de paso militar en versión paso ligero y gilipollas el último; un insulto a la razón y a la estética más elemental. El resultado es un canto de imposible ejecución, sólo interpretable por ellos mismos. Esa versión del gregoriano con diarrea supone un horror del que cada vez me cuesta más sobreponerme. Tal vez convendría decirles a quienes dirigen esos grupillos “musicoides”, que su labor consiste en animar la liturgia, y en ningún caso provocar la ingesta masiva de ansiolíticos después de sus actuaciones a todo aquel que las haya soportado.

Calla, calla que la cosa no acaba aquí. Otra más, ésta muy propia mallorquina, es la reiteración cansina en la peor música del ya difunto P. Martorell. ¡¡Ey!! Al loro queridos, no digo que la obra del P. Martorell sea mala musicalmente, a mí desde luego no me gusta nada de nada, pero de eso a juzgar su obra en términos de calidad hay un largo camino.

De cualquier modo, habrá que reconocer que los cantos habituales del buen franciscano quedaron obsoletos hace ya muchas décadas. En general son cantos pelmas, feos, cutres, aburridos, disonantes, difíciles, incómodos, inarmónicos… en definitiva, supusieron, en su momento, el acompañamiento propio y adecuado a un tipo de liturgia sui generis. Eran cantos que iban muy bien a quienes inventaban la liturgia a cada Misa, sacerdotes que sentían auténtica alergia al misal y se dedicaban a inventar, improvisar, cambiar, substituir e incluso crear fórmulas propias. La única medida aceptada por esos memos era su momentánea inspiración, a la que siempre, por supuesto, consideraron superior a la tradición de la Iglesia. Allá que iban Úbeda y sus muchachos al frente… ay Dios, ¡Cuánto daño hicieron esas décadas!

Con todo, lo del P. Martorell no es lo peor. A mí la urticaria verdadera, en materia de Coros Parroquiales y musiquillas varias, me la produce la misa del P. Aulí. No te esfuerces, no aparece en Google. Creo que era natural de Felanitx.

Tiene el hombre, un pedazo Misa que no se la salta un tigre de Bengala, un truño gigantesco que, para colmo, se repite año tras año, en su pueblo y en algún otro de nuestra mallorquina geografía. Simplemente apesta.

Para la interpretación de semejante bodrio mayúsculo se precisa, en alegre asamblea, la grey de cantores, los componentes del Coro Parroquial. Que no, coño, que ya te he dicho que no son feligreses.

Uno de ellos, el que tenga la voz más parecida a un macho cabrío en celo, se dedicará a cantar los solos que en sí mismos constituyen un monumento a la ordinariez musical y un insulto al gusto. La misa del P. Aulí te ofende aunque tengas los oídos de baquelita. Y para colmo… ¡es más larga que un año sin pan!

En su acompañamiento el órgano rebufa, rechifla, cruje, gime. Sus sonidos parecen más pedos que notas, y así va dejando escapar chirridos inimaginables, sólo comparables a los gritos de las almas en pena sufriendo los tormentos del infierno. Al cabo, el solista macho cabrío, recita los kiries que serán repetidos por el Coro Parroquial, multiplicando el horror hasta la extenuación.

Y entretanto la feligresía calla, aguanta y dicen que es bonito porque el P. Aulí es de los suyos. Ciertamente puede llegar a entenderse esa camaradería del paisano, pero coño, con todo y con eso, cuesta un montón. Y encima, añado yo para mayor abundancia, esa misa la he escuchado en Pollença, o sea que hasta allí, en la otra punta de la isla llegó en su momento ese vómito regurgitado de gargantas cáusticas y lanzado directamente a los tímpanos de los sufridos oyentes.

Pero no divaguemos, que el tema no son los Pp. Aulí ni Martorell. De lo que hablamos es de la mayoría de Coros Parroquiales. Cabe decir ya, a estas alturas que cuando el Coro Parroquial no anima la liturgia, sino que la entretiene, ralentiza, entorpece y estorba, entonces lo que hay que hacer es directamente prescindir de él, para entendernos, si no lo hacen bien, pues oye, se siente pero se les debe mandar literalmente a la puta calle. Vale mil veces más un mediocre monitor de canto, que haga cantar al pueblo, que todo un rebaño de gemidores estertóreos. Recuperar la belleza de la liturgia debería ser una asignatura obligatoria y muy urgente en nuestra iglesia. Repito, cuando un Coro Parroquial contribuye a la fealdad y la cutrez de la liturgia, lo único sensato es prescindir de él.

A pesar de lo expuesto anteriormente observo, no sé si para consuelo o desasosiego, que el tema no es exactamente un mal endémico mallorquín. Ocasionalmente veo alguna Misa por la tele. Lo mejor de los Coros Parroquiales que aparecen en esas misas televisadas resultan ser sus uniformes. Sus fulares las señoras, y los señores con sus corbatas, al más puro estilo Testigo de Jehová vendiendo Atalayas. A los solistas se los identifica prontamente aunque todavía no hayan abierto la boca, esa mirada altiva, ese gesto suficiente, esa superioridad sobre la masa… madre mía qué bodrios. Y hala, allá que arrancan con piezas del Cantoral Litúrgico Nacional, sólo apto para almas con callo y corazones de piedra. Estamos muy desfasaditos.

En ocasiones, reconozco que ya para colmo, y grave peligro de mi delicada salud musical, se unen dos esperpentos al precio de uno. Sucede cuando el Coro Parroquial, accede a cantar acompañado por la Secta del Traste, y venga, allá que se unen los del aporreo de acordes “guitarriles” con los rebuznos de los coristas. Cuando eso pasa cambio inmediatamente de cadena, y aunque en la que entre estén dando un reportaje sobre la reproducción de la ameba, me resulta un bálsamo para los oídos y la razón. Si lo vivo en directo lo tengo más complicado aunque cada vez tengo menos manías en dejar el templo y salirme, por la sencilla razón de que aquello no es una alabanza a Dios sino una blasfemia en el sentido estricto de la palabra. Un insulto a lo sagrado, una befa sin parangón.

Mi amiga Marta es una magnífica pianista, forma junto a su esposo Guillermo, concertista de guitarra (no es de la Secta del Traste) un matrimonio ejemplar. Son jóvenes, muy jóvenes, padres, y creyentes. Son de Eucaristía dominical segura, y si se tercia alguna más. Hace años tomaron la sabia decisión de no tocar en el interior de los templos repertorios que fueran contrarios a estos espacios sacros. Sus compañeros músicos se ríen sin reparos de su sensibilidad. Con ellos he hablado muchas veces sobre el momento de Iglesia que estamos viviendo, están preocupados claro, no podría ser de otro modo.

Ante iniciativas diocesanas de una nueva evangelización sonríen amargamente, me cuentan que en tal parroquia se tocan baterías y percusión a tope sobre el presbiterio, un poco más allá se permite un concierto plagado de despropósitos en el interior de un templo sin que el cura tenga la mínima decencia de vaciar el sagrario… Ante iniciativas de nueva evangelización del mundo, me miran con tristeza y un punto de indignación. La pregunta que lanzan es simple: ¿Y si empezáramos por re-evangelizar la Iglesia? Quede ahí la pregunta, queridos.

Por cierto, legítimamente puedes preguntarte qué tipo de música me gusta. Te respondo con placer que toda aquella que conforma el depósito artístico de la Iglesia Católica. ¿Había música mala en el Renacimiento? Por supuesto querido, del mismo modo que existe canto gregoriano feo, pero esa música cayó en el olvido precisamente por ser mala, y no, no te preocupes, de la actual no quedará ni una sola pieza. No se salva ni una nota. ¡Y anda que le echamos naftalina!

P.S. quiero destacar el buen hacer de algunos Coros Parroquiales. He conocido y escuchado algunos verdaderamente buenos que trabajaban en serio, mi reconocimiento más sincero hacia ellos. Quiero poner como ejemplo el de la Parroquia de San Francisco de Paula en tiempos del rector Guillem Miralles y dirigido sabiamente por Pep Amengual. Hablo de ese coro en pasado porque, al ser bueno, fue directamente eliminado al cambiar la dirección de ese templo palmesano. Nada, que no hay manera, lo bueno no triunfa entre una clerecía muy falta de sensibilidad y formación musical. Al final la realidad se corresponde con el título de este artículo: ¡Es feo, es cutre!