El gran Árbol Ketor
Prometo que me lo había propuesto, palabrita del niño Jesús. Y es que esto de escribir te hace ganar algún amigo, pero los enemigos se presentan en forma de legión y repiten machaconamente aquello de Scripta manent, o sea que lo escrito permanece y, añado, queda ahí por los siglos a fin de que nadie olvide. Escribir te crea enemigos, ay pena penita pena, magistral la interpretación de Lola Flores ¡La más grande! olé ahí. Pues nada, me salto la promesa porque durante este trienio de silencio tampoco he recibido ni una gotita de miel y estoy harto de que si hablo me ataquen y si callo me ignoren. Prefiero la confrontación, libera adrenalina y me hace sentir vivo. Por lo demás, que duda cabe, me lee quien quiere, no es asignatura obligada bajo ningún concepto.
El silencio roto surge del ansia de expresar mi perplejidad ante la ecologización de la Iglesia, léase esto en clave local y universal. Entendámonos, no niego nada, ni el cambio climático ni la urgencia planetaria ni nada por el estilo. Hecha ya la profesión de fe ecologista, añado que la Iglesia está entrando en terreno muy trillado de forma totalmente innecesaria y ajena a su misión, lógicamente, cuando cargamos mucho en una albarda, la otra queda descompensada y hay peligro de hacer caer al borriquillo. Cuando cargamos tanto las tintas en la ecología desatendemos la santidad que, de hecho, es lo que debería ocuparnos y preocuparnos.
La pérdida del sentido sacral de la naturaleza está en la base del desastre al que aparecemos abocados. Cuando se abandona el sentido trascendente, o aún más, cuando se silencia, aparta o ridiculiza la realidad espiritual de la persona, se la aboca a una inmanencia forzosa. A partir de ahí el hombre sólo aceptará lo visible, lo tangible, lo comprensible… Despreciará en cambio lo divino porque no se adapta a ninguno de los supuestos anteriores.
La pérdida de trascendencia es ya la primera alteración ecológica. Claro, esta afirmación sólo puede hacerse admitiendo una primera premisa: La persona es constitutivamente espiritual. Si admitimos esto concluiremos que desde hace décadas la sociedad se ha alejado de la Iglesia, en gran parte porque desde la propia Iglesia hemos querido negar, incluso con burla, todo aquello que no sea comprensible, y claro, la espiritualidad forma parte del Misterio que aparece como cuestión rechazada por el pensamiento actual de forma muy alarmante. Repito por si no ha quedado claro que incluso desde la Iglesia, se ha acentuado en exceso la razón olvidando la piedad, la adoración, olvidando a Dios-Misterio en definitiva.
El libro del Génesis habla del origen divino de todo lo creado, en seis días Dios crea un cosmos ordenado a partir de un caos primigenio. Es decir, desde la fe, todo cuanto existe es creado por Dios y por tanto contiene una esencia divina. En las tribus más primitivas encontramos siempre la veneración y el temor a la naturaleza, fuente de vida y también de peligros. Entre las formas arcaicas de religión vemos que el animismo creía en la transmigración de las almas y su habitación en distintos animales o seres de la selva, en esencia cabe destacar entonces que la naturaleza como tal era considerada sagrada, ahí es nada queridos.
En mi infancia existía todavía ese sentido sacral, cuando uno iba al santuario de Lluc escuchaba una y otra vez, la narración del Salt de la Bella Dona, preciosa leyenda que hablaba de la misericordia de la Virgen María. La cosa venía de antiguo, muy anterior a la advocación mariana, existieron enterramientos primitivos que hablaban igualmente de la sacralidad del lugar. Resumiendo, la naturaleza es sagrada y punto.
Hoy no hablamos de sacralidad en la naturaleza porque hace tiempo descubrimos que el metro cuadrado edificable da réditos más inmediatos que los bienes espirituales. Vendimos todo lo que pudimos, y cuando enterramos el concepto de creación como acción divina, inventamos a su hermana tonta: la ecología, sucedáneo insulso aunque nos lo quieran meter a cucharones.
Cuando el bosque era sagrado resultaba inviolable, nadie se atrevía a desafiar a Dios o a las ánimas que lo habitaban, cualquier desmán aparecía como algo sacrílego y por tanto inimaginable. Comparen vuesas mercedes esa realidad con la masificación y proliferación de ladrillos, pasen y vean como las excavadoras destruyen lo creado, y por supuesto, sonrían conmigo ante conceptos como: sostenible, respetuoso con el medio, ecológico, renovable… y toda una jerga que se me antoja muy pobre en comparación con lo perdido.
Si desde la Iglesia pretendemos trabajar en serio deberemos hacerlo desde la perspectiva de la fe. Si podemos devolver al hombre su capacidad de trascendencia, estaremos bastante cerca de conseguir el respeto perdido hacia la obra del Creador, de otro modo nuestra tarea será en vano, inútil por demás. Cuando desde la Iglesia se habla de la ecología, se debe tener en cuenta que la destrucción de la naturaleza es la consecuencia de una destrucción anterior, la “destrucción” de Dios. A mí, sinceramente, me da risa cuando desde unos mismos morros sale la crítica a la Iglesia y la defensa de la naturaleza. Me dan ganas de gritarles: ¡Necios, el mejor ecologista es quien creyendo en Dios, ve en la naturaleza su obra!
Otra más, que no se me escape. La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha jugado papeles subsidiarios cuando la necesidad así lo requería. De este modo ha sido encomiable su labor en terrenos como la enseñanza, la sanidad, el cuidado de ancianos etc. Cuando no había maestros había sacerdotes, religiosas, monjes… la Iglesia enseñaba, preservaba y trasmitía la cultura, superada la carencia, la Iglesia regresaba al claustro. Lo mismo sucedía cuando las inyecciones las ponía aquella monjita a horas intempestivas porque no había ni centros de salud ni nada que se le pareciera, y lo de los ancianos, pues mire usted, aún en Palma las Hermanitas de los Pobres siguen siendo modélicas. Sí, los papeles subsidiarios han sido generosamente encabezados por la Iglesia.
Dicho esto, cabe añadir que jamás el papel subsidiario debe confundirse con el objetivo principal que no es otro, por parte de la Iglesia, que la santificación de las almas. Hoy las religiosas no ponen inyecciones, no es necesario que lo hagan, la sociedad ya ha cubierto la carencia y por tanto es hora de regresar a la oración y la adoración. Por cierto, ya que estamos, muy mal si no sabemos regresar a la Fuente, la tentación de reinventarse lejos del sagrario es una absoluta necedad.
Pues bien, vayamos concluyendo. En los institutos en los que trabajo y he trabajado aparece siempre la ecología como un “bien supremo”. Nada que objetar, en la actual coyuntura de negación de Dios no extraña la elevación de la naturaleza a bien superior. Y sin embargo la pregunta me surge de lo profundo: ¿Debemos seguir nosotros esa ruta? Me respondo que no, definitivamente. Si ya lo hacen otros, si hay concienciación suficiente en todos y cada uno de los ámbitos sociales, entonces nosotros a lo nuestro, ya sabes, regresar a la Fuente porque nuestro papel subsidiario ha sido afortunadamente cubierto.
Si trabajamos en la santidad de las almas, ten por seguro, querido, que estaremos trabajando muy eficazmente en la preservación de todo lo bueno. No en balde reconocemos, desde la fe, que toda forma de bondad, verdad y belleza proceden de Dios. Y oye, ya que estamos, no te despistes, lo del Gran Árbol Ketor es una memez, da para unas risas, pero nada más, búscalo en YouTube. Pues eso.