Evidente, no hago referencia al rezo del santo rosario, me refiero a esas sartas de dulces tan típicas mallorquinas conocidas también como rosarios y que suponían regalo obligado de los padrinos a sus ahijados durante la infancia coincidiendo con la festividad de Todos los Santos.
El nombre no era para nada casual, los rosarios de dulces, al igual que los otros, los del rezo, aparecían divididos en cinco decenas. El colofón lo suponía una hermosa patena con una estampa pegada sobre un calabazate muy adornado, la estampa era de la Virgen o en su defecto de algún santo, imagen religiosa en definitiva, huelga decirlo.
Veo que a pesar de todo, en los comercios especializados o no tanto, se siguen ofertando, y supongo que vendiendo, los típicos rosarios para gozo de infantiles y golosos paladares.
En la tienda donde habitualmente hago mis compras veo expuestos varios de ellos, no hay nadie en la cola de caja y eso me permite entretenerme un poco en la contemplación de esa extraña forma dulce. Bien, para empezar veo que las antiguas decenas del rosario mariano han sido sustituidas por un orden aleatorio que en nada recuerda ya su uso oracional. La decepción va en aumento. Hace cuarenta años yo tenía diez y la memoria me dibuja imágenes claras de rosarios elaborados con mazapán del bueno envuelto cuidadosamente en papel celofán de distintos colores. También el chocolate estaba presente compitiendo en presentación. El calabazate teñido y cortado en formas diversas suponía el total de ese preciado presente junto a la ya comentada patena, exuberante ella.
No recuerdo exactamente la forma en que consumíamos aquellos mazapanes; supongo que como todo en aquella época sería de forma bastante controlada por nuestros padres con un doble propósito: el primero y principal evitar un dolor de tripa, y el segundo hacer durar aquel placer.
Veo que los mazapanes han sido sustituidos por caramelos blandos en los que aparece la marca de la fábrica repetida hasta el infinito. El resto aparece formado por esa cosa dulce y pegajosa de azúcares expandidos bautizados como nubes, también algún chocolate hinchado con arroz para que abulte más… lo miro y tengo la desagradable sensación de tener ante mí un antipático sucedáneo que me recuerda con amargura la autenticidad de otros tiempos. Siento rabia.
El colmo de la aberración consiste en la sustitución de la patena con estampa de santo por una moneda de euro de chocolate… no se si sucedáneo o auténtico. La moneda es ficticia claro, tu no puedes ir a comprar nada con una moneda de chocolate. La cosa tiene su punto porque la imagen de un santo pegada en el calabazate te recordaba que el dulce y la religión tenían mucho que ver: la promesa del cielo, el ángel de la guarda, que por cierto era dulce compañía, el dulce corazón de Jesús o el dulcísimo nombre de María constituían una estructura mental que aunque infantil ya iba estableciendo relaciones directas entre sagrado y bueno.
En el rosario laico actual la bondad ya no se establece en relación a lo sagrado sino en relación directa al euro, o sea a tu capacidad de enriquecerte. Si antaño el anhelo era el de ser niños buenos hoy lo es el de ser ricos, así, sin más. Hemos perdido mucho en el cambio.
Cuando el crío ha consumido ya los caramelos blandos y las dichosas y pegajosas nubes puede acceder al placer máximo que es el de convertirse en un devorador de monedas, sentir como el sabor del euro se funde en tu boca haciéndote disfrutar anticipadamente la oferta de la sociedad consistente en despertarte deseos de una abultada cuenta corriente, el enriquecimiento a cualquier precio. Lejos quedarán los deseos de valores, principios o virtudes, en su lugar se ha instalado el avaro éxtasis del opulento que con la boca llena de dinero contempla con placer lo mucho que aún le puede quedar por consumir.
Se me antoja que ese crío devorador de euros actuará en su vida adulta de forma parecida a la de su niñez y entonces el chaval aparece ante mi como algo que me da miedo. La inocencia no se pierde en la natural pulsión sexual, sino en el inoculado deseo de enriquecerte más allá de lo éticamente aceptable. Más aún, la primera experiencia de mácula personal no aparece ligada al sexto mandamiento, tan normalito él, sino al silenciado décimo que habla de no codiciar los bienes ajenos. Que poco comentamos eso ¿no?
La avaricia es uno de esos pecados negros que jamás reportan al pecador satisfacción alguna. La lujuria te obsequiará placer en el acto de pecar; la gula supondrá un aumento en tu colesterol como consecuencia de opíparas comilonas que te harán disfrutar de lo lindo; la avaricia jamás conlleva satisfacción alguna, el avaricioso siempre deseará poseer más y más, mostrándose insaciable en sus posesiones. La avaricia es prima hermana de la envidia que a la postre resulta ser también un pecado sin placer, o sea, otro pecado negro. El envidioso se envenena la sangre sin disfrute alguno, convengamos entonces que quien envidia, además de pecador, es tonto.
El rosario laico con su moneda comible me parece una soberana sandez en la que nos retratamos como sociedad. Al regalar monedas a los críos, aunque sean de chocolate, anulamos su capacidad de gratuidad y alimentamos su avaricia. Tuve una vez un conocido soberbiamente bobo que se empeñaba en pagar a los monaguillos que ayudaban en la iglesia, en su esquema mental el dinero tenia tanta importancia que no parecía concebir la gratuidad como algo posible, para él todo debía ser remunerado. Claro, resulta evidente que con semejante esquema mental también él esperaba ser recompensado por cualquier cosa que hiciera, que por cierto, hacía bien pocas. La miseria de los necios radica en presentar como virtud su inutilidad.
El rosario laico con su Euro en la patena supone un aprendizaje mundano, una catequesis laica de adoración sacral al dinero, al tener, al poseer. Cuando el rosario de dulces era escuela de rezo alimentábamos un tipo de sociedad del que ahora parecemos avergonzarnos. Dando la espalda a Dios no somos más libres, simplemente cambiamos de miedos, y así, eliminado el temor a la divina condenación que se arreglaba en un confesionario y unos padrenuestros, empezamos a tiritar por la hipoteca que muy a menudo se solventa con un embargo ¡ya me explicarás tú lo que me ha liberado la laicidad!
Sin dinero pero con el amor de quienes me rodean creo tener mi vejez asegurada; sin amor solo tengo claro que alguien puede pagar para que me cuiden, nada más, y aún eso con el miedo infinito de resultar demasiado caro como para mantenerme mucho tiempo con vida.
Contemplado el rosario laico lo cuelgo nuevamente en la estantería del súper con su euro enorme y reluciente, salgo con gesto triste y un punto de alarma en el subconsciente. El niño devorador de monedas me da miedo. Instintivamente aprieto el rosario de verdad que llevo en el bolsillo: Dios te salve Maria…