Hace unos días acudiendo a un funeral, coincidí a la entrada del templo con una señora bien conocida por mí y muy señalada por ser custodia de un tipo de Iglesia, para ella innegociable, anclada en los años 70. A mí lo de los tipos de iglesia innegociable hace años que me parece una sandez, a fin de cuentas yo mismo, en búsqueda personal y dubitativa, he oscilado entre varios de ellos. En la actualidad con que la gente vaya a la Iglesia ya me doy por satisfecho, no estoy por la labor de inventar originalidades ni reivindicaciones más allá de las evangélicas, ¿razón? Hombre, pues porque las evangélicas ya me parecen muy exigentes como para andar encima mezclando las churras con las merinas en escaramuzas sexistas, reivindicativas, o conciliares de Trento o Vaticano II. En fin que no estoy yo por la labor de una iglesia dividida en tendencias, mucho menos en tendencias beligerantes, porque voy viendo el desastre que tenemos delante y no considero nuestro tiempo oportuno en discusiones de grupillo sino en todo lo contrario, es decir, en hacer grupo grande en torno a la concepción eclesial del credo: Una, Santa, Católica, Apostólica, concepción a la que en Mallorca le añadimos Romana para que no quede ninguna duda de cual es nuestra filiación. Recuerdo con una sonrisa que durante unos años se pretendió eliminar el Romana pero como la cosa se rezaba cantando no cuadraba nada, sobraban notas y aunque el monitor de canto se desgañitara allí no omitía nadie la referencia a la ciudad eterna, ¡faltaría más!.
Desde hace tiempo mi sintonía con posturas grupales no es armónica y sin embargo me preocupa poco el disenso, suelo aceptar posiciones contrarias a las mías con una sonrisa que tiene mucho más de cansancio que de beligerancia. Añado, eso sí, que suele fatigarme mucho el estaticismo en un tipo de iglesia que no ha funcionado y que no es ni vaticanista ni de Trento, ni antigua ni moderna, es simplemente un tipo de iglesia Made in Mallorca injertada de horchata valenciana y fartons, nacida a la sombra de D. Teodoro Úbeda, crecida con él y con él marchita sin llegar nunca ni a entenderse ni a definirse. Tuvimos tiempos de peruanización de la iglesia mallorquina, también de burundización, de asambleas diocesanas y curas obreros, sínodo, comunidades de base y monjas que vendieron conventos para ir a vivir a pisos… vaya, hemos tenido de todo y no ha funcionado casi nada.
Como todo, aquello tuvo su aquel, sus luces y sus sombras, pero ni las luces supusieron apertura real de nuevos caminos hacia Dios ni las sombras venían solo encarnadas por una iglesia más tradicional. Lo progre no llegó a ser profético, se diluyó en rarezas y originalidades más personales que eclesiales y no acercó a lo sagrado. Supuso, eso sí, una imitación de la rebelión o efervescencia propia de aquella época y poco más. Lo carca tampoco atinó porque en su afán de conservadurismo se perdió la esencia de la vida real y sin argumento simplemente no te enteras. Defensores y detractores del episcopado de D. Teodoro coincidimos en una cosa: hoy estamos peor que hace unos años y el descalabro se manifiesta de forma muy preocupante en los últimos 25. Eso podemos reconocerlo sin dificultad siempre y cuando seamos capaces de quitarnos los complejos y las ideas preconcebidas, los dogmatismos de guitarra o de clergyman, de Cumbayá o de canto gregoriano, de pachuli o incienso.
Deberíamos en semejante coyuntura estar seriamente preocupados y sentir el punto de alarma necesario para unirnos en lo fundamental, en la eclesialidad más pura, en el seguimiento evangélico más radical, en la oferta a la sociedad de una alternativa al desastre que estamos viviendo. No es tiempo de discutir entre nosotros sobre el tipo de Iglesia, es hora de afirmar sin fisura que creemos en la Iglesia, con que afirmemos eso ya haremos mucho, cuestión esencial vaya.
La historia es una buena escuela y lo que hoy parece lógico puede aparentarse ridículo en unos años. No pasa nada por cambiar los puntos de vista, por evolucionar al ritmo de los tiempos actualizándonos. Algunas cosas sin embargo deben quedar claras y quietas: la primera y principal es que la iglesia debe creer e invitar a creer en el Dios de Jesucristo, o sea, que debe ser alternativa clara cuando la sociedad persigue modelos negativos, llámese pecado o como se quiera; la segunda, consecuencia de la primera, es que esa misma iglesia debe ser coherente en sus propuestas y santa en su esencia para ser creíble. Desde la división en grupillos no solo no somos creíbles, es que ni siquiera somos cristianos porque una y otra vez en nuestro actuar desechamos las propuestas eclesiales que no se adaptan a nuestra particular y estrecha visión.
Ver al papa Benedicto XVI pedir perdón una y otra vez por el pecado de la Iglesia debería hacernos reflexionar personal y comunitariamente, el papa parece empeñado en devolver la santidad a la Iglesia, ¡casi nada! Nosotros por nuestro pecado aparecemos muchas veces encantados en definirnos como de éste o ese grupo, de ésta o aquella tendencia, de estos sí y no de los otros, de los míos y para nada de los tuyos, ¡muy mal!. Si la Iglesia ha de ser alternativa a la división del mundo deberá necesariamente hacer su propuesta desde la unidad, lo que pronuncian los labios ha de ser sentido por el corazón, de otro modo tendrán mucha razón quienes nos acusan de hipócritas y fariseos.
Viene a cuento todo este comentario porque la señora a la que encontré al entrar en la iglesia no me devolvió el saludo que por dos veces le ofrecí, ¡y eso que salía del templo, si la encuentro saliendo del bar igual me pega! Considerará seguro que nuestra poca sintonía en modos y formas eclesiales es motivo suficiente y sobrado para romper además lo fundamental, es decir todo tipo de vinculación bautismal, cristiana, fraterna. Sentí con dolor tal manifestación de ruptura por cuanto normalmente me siento en comunión con los que no piensan como yo en lo aleatorio, incluso me alegra que nuestro desacuerdo pueda enriquecernos a ambos si estamos de acuerdo en lo fundamental. Veo con tristeza que ese es mi sentimiento pero para nada el suyo, en ese disenso en el que la mala educación se manifiesta con fuerza ya no podemos hablar de enriquecimiento sino de un tremendo empobrecimiento por la pérdida de formas, de la educación más primaria y fundamental.
Cuando perdemos las formas perdemos la razón. Más todavía, perdemos toda la razón porque a estas alturas no vale hacer distinciones entre el fondo y las formas. No queridos, las formas siempre son el fondo de las cuestiones y si las formas son maleducadas el fondo es igualmente maleducado, lo cual supone la corrupción y el envilecimiento de la relación humana. ¿Podremos con esas formas hablar de Cristo? ¿será acaso la mala educación un nuevo estilo catequético y/o eclesial? ¿Actuaremos cristianamente con tan ásperos modos? Repito, cuando se pierden las formas se pierde todo y si algún asomo de razón había en el pensar y actuar del maleducado se perdió también. Un maleducado es solo eso un maleducado y por eso mismo merece muy poco respeto.
La próxima vez que la encuentre volveré a saludarla, tal vez para entonces, iniciado ya el tiempo de Adviento nos hayamos convertido en algo mejores y aceptemos la pluralidad de formas y el arraigo en lo esencial. ¡Lo espero de corazón!