Las tardes de los domingos eran siempre iguales, nos sentábamos en la puerta de casa y nos dedicábamos a ver pasar turistas. La corrida empezaba a la hora que empiezan las corridas y una banda de música hacía las delicias de los vecinos al venir tocando por la calle hasta el coso.

Digo que nos dedicábamos a ver pasar turistas porque eso era lo que hacíamos. Claro, allí iban revueltos también los de la tierra, los nuestros, en alegre y musical paseo, pero a esos los veíamos a diario, poco interés. Era un tiempo en el que los nuestros vestían con colores oscuros y de forma bastante uniformada. Los otros, los extranjeros, y muy especialmente ellas, las extranjeras, vestían de modo diverso y peculiar: colores vivos, sombreros adornados, abalorios… un derroche de colorines para nuestro solaz y deleite, bueno también para escándalo de mis vecinas si iban demasiado descocadas o para sonrisa y comentarios jocosos si nos resultaban exageradas. Daba igual, en aquel tiempo pocos sabían inglés y eran poquísimos por no decir ninguno de ellos que entendiera el mallorquín de amalgama que se hablaba en la barriada de la plaza de toros, nos podíamos meter con ellos mientras no perdiéramos la sonrisa de niños buenos y la mirada de Purísima Concepción.

Yo tendría unos siete años más o menos, recuerdo con nitidez esas tardes veraniegas en las que la diversión venía de fuera. Nosotros poníamos los toros, la plaza, la música y la parafernalia; ellos los olés fuera de tiempo y su forma de vestir. Nos sumergían también en la sospecha, peligrosa en aquel entonces, que fuera de España había un mundo grande. De cualquier modo admirábamos a aquellos extranjeros y en cierto modo, emulando la conocida película Bienvenido Mister Marshall, creíamos que eran mejores de lo que en realidad eran. Nos emocionaba ver que les gustaba lo nuestro y no entendíamos muy bien el porqué puesto que a nosotros lo que más nos gustaba era lo de fuera.

Han pasado casi cincuenta años de eso y sin embargo todavía recuerdo la devoción con la que contemplábamos lo que nos llegaba de otros países. Era, claro está, una admiración pueril y un tanto bobalicona, alimentada en las series norteamericanas en las que el bueno siempre era buenísimo y en la que los malos eran los indios o los hispanos.

A la que llegaba un portaviones americano la noticia era recogida por los periódicos de la época, abundando en las bondades de los visitantes y destacando la bienvenida brindada por el Gobernador Civil. Claro, es que yo era muy crío porque vaya, bien que se sabía que el barrio chino se ponía a hervir con cada una de aquellas visitas, o sea que lo de la caballerosidad zalamera y azucarada era solo cosa de las películas, en la vida real… pues como todos, e incluso un poco peores.

Viene a cuento todo esto porque últimamente estamos viviendo un resurgimiento de la xenofilia que, por si no lo sabes, es lo contrario a la xenofobia, es decir, gusto por lo extranjero. Digo que vivimos un resurgir de esa tendencia porque como ya he comentado es una tendencia antigua en nuestro suelo patrio: si las cosas venían de Alemania eran mejores, si de América ni te cuento, y si de Francia… Oh la la!

De lo que no estábamos convencidos era de las propias virtudes, de la bondad de lo nuestro. Nuestras razones tendríamos para pensar de tal modo pero vaya, que la cosa estaba desenfocada porque ni lo nuestro era malo por ser nuestro, ni mejor lo suyo por ser de fuera. Fue la época en la que vendíamos preciosas y antiguas cómodas de carpintería artesanal y las cambiábamos por muebles de formica, brillantes ellos y por supuesto horrorosos aunque se parecieran a los que aparecían en las películas de Hollywood.

El resurgimiento actual de la xenofilia es muy curioso y extraño aunque ciertamente comparable al mismo pensamiento idiota y memo de entonces. Considero graciosillos a los renegadores del catolicismo y glosadores de las delicias de la espiritualidad oriental. No comprendo el porqué retiramos las cruces y otorgamos permisos para construir mezquitas. Ya me da risa la crítica suicida a la Iglesia hecha desde una cosmovisión bien aliena a nuestra cultura latina, europea y católica. Me parto cuando me hablan de las excelencias de comidas exóticas servidas en platos tamaño anoréxica comatosa renunciando a un buen estofado del de toda la vida o a unas judías como Dios manda. Me desternillo cuando me cuentan proverbios chinos -de los de Confucio- personajillos de medio pelo analfabetos de nuestro refranero. Y francamente estoy ya un pelín harto de que lo políticamente correcto consista siempre en alabar al Islam porque lo contrario es xenofobia; aplaudir la comida de diseño porque la otra es vulgar; hacer yoga y dejar el rosario; hablar del Dalai Lama con ojos emocionados y seguir acusando al papa de carca; encender varillas de incienso hindú y toser con el incienso litúrgico. ¡Estamos pirados!

Hace pocos días tuvo lugar una mesa redonda en la que se encontraron: un sacerdote Cumbayá de los de guitarra en ristre, un ex jesuita, una teóloga rebotada y un rebotado sin teología; y ala, todos de acuerdo en que a la Iglesia le quedan dos telediarios, ¡y una alegría! ¡y una cosa!

Me entero también que en un pueblo de Mallorca el señor alcalde se siente tan afín al Islam que quiere retirar un crucifijo del tanatorio para no ofender a los de fuera, pasándose por el forro si disgusta o no a los de dentro.

En la hoja dominical de la diócesis de Mallorca aparece un encuentro de jóvenes que se reúnen y celebran la Eucaristía con el Sr. Obispo… el titular del panfleto eclesiástico dice que el punto culminante del encuentro lo supuso el concierto de no se que soplagaitas de música tipo Jesusito de mi vida o Me has mirado a los ojos… ¡¡La madre de Dios!!

Bueno, la xenofobia es un problema de los gordos, un pecado muy negro y un desatino humano. Es necesario luchar contra el sentimiento xenófobo y es necesario saber que esa lucha no la puede ni debe ejercer el grupo de Caritas, el trabajador social del ayuntamiento, el presidente del gobierno o de la oposición ni el sensibilizado con la causa Saharaui. No queridos, esa lucha, la lucha contra la xenofobia será real cuando nosotros estemos convencidos de la bondad de nuestra cultura, de la superioridad de nuestras tradiciones y de la verdad implícita en nuestra fe y en nuestra historia.

Desde ese momento, desaparecida la amenaza de disolución de lo nuestro en la tibieza de los políticos de turno o en la idiotez general, tal vez podamos mirar con más simpatía al extranjero.

Así lo haremos sabiendo ya a ciencia cierta que puede enriquecerme en lo que yo quiera, pero de ningún modo empobrecerme poniendo en solfa la cultura que poseo. Podrá aportar algo de sus tradiciones, pero solo cuando yo esté seguro de la positividad e incluso de la superioridad de las mías. Podrá hablar de su religión, pero en la medida en que yo pueda hablar libremente de la nuestra. Podrá abrir su mezquita, pero solo en el momento en que yo en su tierra pueda abrir un templo cristiano. Lo contrario supone que el problema real no es de xenofobia sino de xenofilia, y francamente, a estas alturas yo no estoy para según que milongas ni inventos.

Debemos tener muy claro que en la medida en que nosotros repleguemos acomplejados o renegados nuestra cultura ellos desplegarán sin complejo alguno la suya. En la medida que ataquemos de forma inconsciente nuestra propia religión, la que ha forjado nuestra historia, ellos la reescribirán a su modo, tergiversando e incluso eliminando todo aquello que nosotros poseíamos como cultura, tradición e idiosincrasia ¿es eso lo que queremos? Convengamos entonces que xenofilia y xenofobia suponen dos caras de un mismo problema, muy delicado por cierto y bien real. Hay que respetar al extranjero, ciertamente, pero a la par mostrar orgullo y amor hacia lo que es nuestro. Probablemente en eso consista nuestra pervivencia y la aceptación correcta del otro.