Bueno, como cada año nos encontramos ante la celebración de la Semana Santa, ya sabes: procesiones, acompañamiento de tambores, penitentes, capirotes y manolas entre otra mucha fauna de la que yo como curilla también formo parte al final de la procesión y ante la banda de música. ¡Una delicia!

En contra de la opinión de buena parte de la Iglesia a mí el tema de las procesiones me gusta. Vaya, no importa explicar que no es el tipo de religiosidad por el que uno apostaría fuerte, sin embargo hay que reconocer que en medio del marasmo en el que nos movemos una manifestación popular de esas características tiene su aquel.

Me cuentan que en la zona de Madrid un grupo de ateos beligerantes jaleados por la cultura laicista, muy de élite por cierto, de grupillo, de somos los que somos y para de contar… me cuentan, digo, que van a organizar una especie de procesión laica como reacción a las procesiones religiosas. Imagino la escena y sonrío porque la cosa tiene su gracia. Si a la Iglesia se la acusa a veces de anacrónica ¡Ni te cuento lo que se puede decir de esos grupúsculos!

Pese a quien pese, la religiosidad popular, o sea la fe del pueblo, es todavía a día de hoy el mayor aglutinador social en nuestro país. Ríete tú del fútbol porque entre la gente que desfila y la que mira no caben en todos los estadios ni apretujados. Si la comparamos con la política la cosa ya es de risa. Ni la mayor de las manifestaciones políticas en nuestro país es comparable a esa catarsis colectiva en la que el pueblo toma literalmente la calle para manifestar y mostrar sus raíces: fe, cultura y tradiciones. Allí sonará una saeta, y hasta el más cazurro se emocionará si la cantan a su Cristo o a su Virgen; un poco mas allá la procesión se hará en medio de un silencio que helará el corazón más aguerrido. En algunos lugares el realismo de las tallas sumerge al participante y al espectador en el drama vivido en el momento mismo de la pasión de Cristo, recuerdo especialmente las de Valladolid ¡impresionantes! En las calles de mi pueblo la procesión del silencio muestra hasta que punto destaca el llanto de un niño en una casa vecina, o como suenan las suelas sobre las calles. Sonidos que nunca escuchamos y sin embargo ese día adquieren por contraste una importancia solemne. Incluso los inmigrantes musulmanes contemplan y callan, respetuosamente imbuidos en ese magnetismo sacro que produce en el pueblo cristiano, y en todo pueblo, la vivencia de su fe.

La belleza de las procesiones subyuga y al mismo tiempo vertebra sentimientos íntimos y colectivos. Al desaparecer los complejos individuales surge la manifestación pura de la humanidad tan ligada a la fe que de otro modo no puede entenderse al hombre. Las procesiones nos unen en lo colectivo añadiendo al conjunto creyente nuestra aportación individual de cristiandad.

Hubo un tiempo -pervive todavía- que en Mallorca, y me da la sensación que en otros muchos lugares, se pretendió “reeducar” ese sentimiento popular; ya no debíamos conformarnos con la fe sencilla, había que formarnos como cristianos hasta el extremo de vincularnos socialmente con alguna causa filantrópica, ser cristianos de vanguardia y usar por activa, pasiva y perifrástica la palabra Compromiso. Debíamos ser cristianos comprometidos y militantes, inteligentes y críticos, constantes y un largo etcétera en el que nadie daba la talla… al final, claro está, como la gente no daba el perfil, nos mandó (a los curas) a tomar viento con todo nuestro rollo de la reeducación en la fe, y sobretodo ligazón entre fe y compromiso social. Tenía razón la gente y nosotros meábamos fuera del tiesto.

El compromiso social supone un plus para el creyente pero la fe no puede fundamentarse solo en ese compromiso. Si así fuera, coincidiremos supongo, que deberíamos cerrar para siempre los conventos de vida contemplativa y no es así, no, lo social es importante pero la fe abarca mucho más que el Compromiso. La fe supone la experiencia fundamental sobre la que puede surgir toda forma de verdad bondad y belleza, pero aún cuando compilemos esas tres categorías del ser no habremos agotado el campo de la fe. La fe supone entrar en el terreno de Dios y ese terreno es infinito, Dios no queda acotado en Caritas ni en los comedores sociales por muy importante que sea la labor que desarrollan todas esas instituciones.

Por cierto, aprovecho para comentar que les hecho en falta un poco más de valentía a la hora de mostrarse como miembros de la Iglesia Católica, Caritas aparece claramente como una ONG más, muchos no vemos clara la marca Iglesia Católica en su presentación pública, yo personalmente lo lamento porque en el divorció entre acción e identidad nos estamos perdiendo una buena oportunidad de catequesis social muy necesaria en estos tiempos nuestros.

Pero volvamos a las procesiones y sus derivados. Lo del compromiso ya vimos que no daba de sí. Agotada esa vía se intentó en los años 70 y 80, ridiculizar o ignorar esas manifestaciones que poco o nada tenían que ver con una iglesia que se crujía de moderna que quería ser. Bien, pues ni la ridiculización ni la ignorancia dieron resultado, antes bien cabe reconocer que lo que se produjo fue un divorcio real entre la cúpula y la base, el pueblo siguió asistiendo a las procesiones, continuó participando con renovado fervor de su fe sencilla y bella. Anclados en el púlpito quedaron los sermones profundos y las llamadas al compromiso, en los bancos la gente cada vez escuchaba menos esas soflamas pseudoteológicas, o directamente monsergas, y miraban repetidamente el reloj en impaciente gesto.

Uno puede no estar de acuerdo en el análisis que ofrezco, el disenso nos enriquece, parece sin embargo indiscutible el hecho que las procesiones han engordado en la misma y directa proporción en la que se nos han vaciado los templos. ¿Nos preguntamos el porque? ¿Seguimos apuntando hacia la religiosidad popular en clave de acusación? Venga, seamos valientes y reconozcamos que empieza a ser hora de volver a abrazar sin complejos y con amor al pueblo al que debemos servir.

Durante años, ante la mengua de feligresía, he escuchado a sesudos personajes afirmar que es preferible la calidad a la cantidad. Me carcajeo interiormente y me viene a la cabeza que la densidad de la dichosa calidad debe ser a estas alturas altamente contaminante por su extrema concentración. Coño, si quedamos media docena ¿de que calidad hablábamos?, pocos ya sé que somos, lo de la calidad mejor lo dejamos correr porque además ha empeorado pese a quien pese.

Por lo visto lo de la “reeducación” de las procesiones sigue siendo un caballo al que apostar, y este año, la experta en arte Mercè Gambús, a rebufo del obispado y ARCA, nos advierte solemnemente sobre la identidad de nuestra tierra y el modo adecuado de proceder en esas multitudinarias manifestaciones. Leo la noticia y nuevamente sonrío, aunque ahora ya cansado. Parece existir temor a la contaminación de nuestras procesiones con costumbres propias de Andalucía u otros lugares de España, tampoco eso lo acabo de entender porque si quieres una cosa austera vete a las procesiones castellanas y me lo cuentas, oye, que lo de la austeridad no es solo patrimonio nuestro. Insiste la doctora Gambús que lo nuestro es la sencillez… vaya, ya tenemos otra vez al burro en las coles, ya nos quieren volver a aleccionar sobre el como sí y como no debemos comportarnos.

Tras años de abandono clerical de las cofradías en las que apenas se ve a ningún sacerdote queremos seguir dando instrucciones, aunque cuando la procesión desfile el curilla esté bien acomodado en su sillón haciendo crucigramas… ¡tenemos un cuajo!

Nunca corrió más peligro nuestra eclesial identidad mallorquina que cuando cantábamos a voz en grito espirituales negros con la letra cambiada para que fueran bien nuestros. Jamás tuvimos peor gusto que cuando convertimos garajes en templos aunque el mantel del altar fuera de tela de llengües por aquello del toque endémico. Y que caramba, ya puestos perdimos un pedazo inmenso de identidad el día que sustituimos el canto del Pater Noster en latín por el de Kairoi o cualquier otro grupillo musical del tres al cuarto y monja rabiosa arañando la guitarra como un gato furibundo. Esa fue una verdadera, triste y tangible pérdida de identidad, hecha desde la Iglesia para horror y espanto de nuestros fieles. Así pues solo añadir que si no nos gustan las procesiones tal como se hacen, aproximémonos a las cofradías con humildad y ganas de colaborar, con pocas ganas de imponer y la suficiente sencillez como para reconocer que cualquier error que ellos cometan… ¡nosotros lo cometimos antes y nunca aceptamos sus críticas! Que buena es la memoria ¿verdad?