Estamos en plena crisis, el resultado electoral no puede cambiar esa realidad que tampoco se formó en un día. Una crisis profunda que obliga a los políticos a centrar su discurso en una especie de monólogo económico, cansino pero necesario si queremos conservar un modo de vida más o menos cómodo.

Los recortes se viven, se asumen como un mal inevitable. Al principio esos recortes aparecieron en forma de amenaza, parecía que nos querían asustar al decir que se recortaba de esta o aquella partida, al final nos estamos acostumbrando e incluso sentimos un punto de vergüenza y desazón por todo lo que tontamente dilapidamos con anterioridad. Hasta hace muy poco lo público parecía ser la tapadera perfecta para el derroche y, reconozcámoslo, nos pasamos siete pueblos usando y abusando muchísimo de eso que llamamos el sistema y que en definitiva supone el dinero que entre todos aportamos para que la cosa funcione.

Se habla de recortes en sanidad, en educación, de abaratamientos en los despidos y un largo etcétera que unos niegan poner en práctica con la boca chica y otros no fueron capaces de gestionar con acierto aunque se llenaran la boca anunciando un montón de sandeces que nos han resultado carísimas. Seamos sinceros ni nos acostumbramos a despilfarrar en un día ni aprenderemos en ese periodo a convertirnos en buenos gestores. Recuerdo que en mi infancia pasaba todavía, por las calles de Palma, un chatarrero anunciando que: ¡Todo se compra, hierro viejo!… los vecinos nos asomábamos y si alguno tenía algo con lo que mercadear lo hacía, a cambio de unos alambres o unas latas oxidadas te podías llevar un plato de loza de los baratitos pero oye, que tirar no se tiraba nada. En tiempo real han pasado de aquella realidad a ésta unos cincuenta años; en realidad social han pasado siglos en poquísimo tiempo.

Creciditos económicamente, y repito, en muy poco tiempo, empezamos a experimentar que los arreglos de las cosas valían más que las cosas mismas. Así empezamos a tirarlo todo porque no valía la pena llamar a un señor que viniera a arreglar la lavadora o la cocina; si no funciona la tiras y te compras otra nueva. A eso lo llamamos Estado del Bienestar, y aunque ya no sabemos que hacer con la basura que generamos seguimos tirándolo todo como si el tiempo de vacas gordas fuera eterno, para siempre, infinito.

Dilapidamos muchos, muchísimos recursos y claro, ahora llega el tiempo de revisar, de releer lo que hicimos entonces y, empezar a recortar ¿puede hacerse de otra manera? Pues sinceramente pienso que no, o recortamos los gastos o sucumbimos; o limitamos la locura del derroche o vamos mal. Sinceramente escucho que la mayoría de políticos coinciden en la necesidad de esos recortes aunque claro, unos los aplicarían en lugares distintos a los otros… bueno en eso radica la pluralidad de pensamiento y la diversidad en la gestión de lo público.

Si en vez de hablar de todo un país, de lo que estuviéramos discutiendo fuese de la economía familiar, el campo en el que nos moveríamos a la hora de recortar sería más sencillo y menos discutido. Coincidiríamos rápidamente en que lo superfluo debe eliminarse, e incluso nos pondríamos prontamente de acuerdo en lo que es baladí, el término superfluo no nos remitiría a un campo de semiótica discutible, sino a la certeza absoluta de qué cosas son necesarias y qué otras no. Simple el tema en economías familiares.

Cuando aplicamos ese criterio a la economía general existe acuerdo en la expresión, y sin embargo el acuerdo entre lo superfluo y lo necesario se antojará imposible o de muy difícil consenso. Aquello que para unos es una sandez y supone un gasto inútil es, para otros, esencial e imprescindible. Lo dicho, complicado el tema.

Hace unos días me vi en la coyuntura de comer solo, suele sucederme algunas veces y con el tiempo ha dejado de importarme aunque tampoco es que me guste. Era uno de esos restaurantes tipo buffet libre, como es un local en el que me conocen me indicaron amablemente la mesa y me dispuse a lo propio de la situación.

Al final del aperitivo entró un avezado tropel de excursionistas de eso que eufemísticamente denominamos de la Tercera Edad, usamos el eufemismo por no decir mayores o ancianos que sería más sencillo pero no nos gusta, bueno, a lo que íbamos, entraron en el local casi llenándolo y se repitió la escena habitual de guardarse sitios, hacer cola, en fin lo típico de todo grupo grande, hicieron lo que hacemos todos cuando nos encontramos en semejante coyuntura, todo normal. Al poco se me acercó un matrimonio de integrantes del grupo a los que conozco y sin embargo no había reconocido, nos saludamos amablemente y me explicaron que eran del club de Tercera Edad de una conocida barriada Palmesana. El club les había organizado la excursión y por un módico precio se disponían a disfrutar del día, excursión y comida incluidos por supuesto. Lógicamente lo que ellos pagaban era muchísimo menos que el coste real de esa actividad… la pregunta es ya del todo lógica ¿verdad?: si no pagan más que un precio simbólico ¿Quién paga el resto hasta el precio real? Evidente, ahí aparece la consabida subvención, ¡Oh Dios! ¿necesario? ¿superfluo?

Bueno, no creas, seguí comiendo y no dije nada políticamente incorrecto a mis conocidos, aunque confieso que lo pensé. No tengo ni idea del dinero que nos cuesta ese tipo de actividades que en absoluto son privativas de los mayores pero que los mayores consumen con muchísima reiteración. Inmediatamente quise hacer un cálculo imposible sobre lo que debe costar un enfermo de alzheimer. Como no tengo ni idea me formulé la pregunta de otro modo: ¿Es moral, o éticamente aceptable, subvencionar actividades de ocio cuando no hemos sido capaces de aplicar la ley de dependencia? ¿Debemos pagar con dinero público el disfrute de unos sin socorrer las necesidades reales de otros?… me dispuse a marchar, me despedí y en el camino hacia la puerta contemplé el prodigioso equilibrio que puede soportar un plato de postre lleno hasta los topes y con un melocotón en almíbar en su cima.

La cosa no quedó ahí, en mi cabeza se desató la pugna entre el derecho al disfrute, el respeto a los mayores e, incluso, el mantenimiento de las excursiones del Imserso para mantener la actividad hotelera en temporada baja. Posteriormente comentando mis cuitas una buena amiga me advirtió que no clavara el cuerno en los mayores, que seguro que al teatro del Liceo le siguen lloviendo subvenciones para las temporadas de ópera y similares eventos. Le doy vueltas al asunto y concluyo que mi amiga tiene razón en lo del Liceo y sin embargo puedo seguir arguyendo mis razones. Total la cosa está clara, en la actual situación no podemos ni debemos subvencionar el ocio de nadie, ni el de los mayores ni tampoco el de los melómanos, así de simple y así de claro, quien quiera ocio que se lo pague y punto.

Supongo que esta explicación, que resultaría indiscutible a nivel doméstico, no puede ser aceptada a nivel político, no hijo no: los mayores se contemplan como votos y el Liceo como un símbolo; claro, en ese punto ya nos desmelenamos y mandamos la lógica a tomar viento, quedándonos endeudadísimos pero con la conciencia tranquila al pensar que estamos haciendo lo que debemos, los mayores al bus y comedero y los melómanos -devoradores de notas- al Liceo, ambos subvencionados ¡Vaya cuajo!

No tengo ni idea de cómo afrontarán los problemas económicos de España nuestros políticos. Desconozco cuales son sus sensibilidades e ignoro sus preferencias, así pues me limitaré a expresar las mías: Siento una urgentísima necesidad de reivindicar ayudas a quien más las necesita, no solo a los que menos tienen, porque con ese cuento les podemos andar organizando excursiones para nada necesarias o permitirles ir al Liceo a precios económicos con lo que no se resuelve ningún problema.

La necesidad viene muy ligada a la falta de recursos, cierto, pero también a la presencia de problemas humanos reales y serios. Antes indiqué algo sobre los enfermos de alzheimer, en ese mismo capítulo podemos incluir a los asistidos, terminales, psíquicos, discapacitados y un largísimo etc. en el que todos coincidimos en percibir como necesitados de ayuda concreta y real. A esas personas es a las que hay que destinar ayudas y esfuerzo, subvenciones solidarias, ayudas plenamente humanitarias, y al resto, a lo otro, al ocio, simplemente no.

Supongo que a partir de este articulillo mis amigos mayores y los músicos me dedicarán alguna bella lisonja, sonrisilla irónica y adjetivos malsonantes. ¿Qué decir? Pues nada, mejor no digo nada, solo una pequeña reflexión final: Para apuntase a la temporada del Liceo todo es rápido y sencillo; para apuntarte a una excursión subvencionada ni te cuento… Ahora bien, para conseguir una ayuda domiciliaria te puedes ir preparando aunque tengas a tu madre en cama llagada de pies a cabeza; y para encontrar una residencia para asistidos… mejor llevas una vela a la Virgen o a Santa Rita que los papeles al trabajador social, créeme, palabrita del Niño Jesús.

Conclusión el pan y circo de los clásicos continúa vigente, no somos capaces de mantener la mirada ante el necesitado real porque nos morimos de pura vergüenza, pero mientras la diversión esté asegurada callaremos en el mientras tanto y aplaudiremos al final. Bien está, lo único que me queda claro es la inmoralidad, total y absoluta, del ocio subvencionado lo tenga quien lo tenga, lo disfrute quien lo disfrute, o mejor, lo aproveche quien lo aproveche, porque en realidad el verbo es ese ¿verdad? Claro, el verbo real es aprovechar, Claro que… si ese es el verbo, que lo es, habrá que cambiarle también el nombre al usuario del ocio subvencionado, ¿Qué tal si lo llamáramos simplemente aprovechado?