Siete de enero, sábado, con las mieles de los regalos y la comida familiar todavía en los labios me llaman desde un número no registrado en mi agenda telefónica. Una voz apesadumbrada me informa: Su madre ha caído por la escalera, soy conductor de ambulancia y… bueno, yo creo que tiene fracturado el fémur, le paso con ella, está consciente…

La vida te cambia en un minuto, estaba a punto de ir a la sacristía y decir la misa de las siete, en lugar de eso intento calmarme, lo consigo, distribuyo lo inmediato en imperativos que casi nunca empleo con la gente que convivo, llamo a mi hermana para informarla, bajo a Palma conduciendo lo más atento que puedo a la carretera, en mi cabeza un bullir de inquietud, maquinando a mil por segundo, metiendo ya desde ahora una cuña en mi agenda, ya de por sí apretada, entre clases, convento, atención personalizada de mis feligreses… siento que la cuña es de grosor considerable, de tal modo que nada más salir del convento ya tengo la certeza absoluta que la noticia que acabo de recibir me va a condicionar más que todo el resto de actividades habituales.

Empieza un tiempo nuevo.

Sé, soy consciente de la posibilidad de recuperación real, de las altas posibilidades de retomar más o menos mi ritmo normal. Tengo también conciencia clara que, por más que quiera éste ha sido un punto de inflexión, con su antes y su después. Inevitablemente me viene a la mente el final, el último año de mi padre, la vejez, la enfermedad, el dolor, la muerte, los cuatro jinetes de nuestra Apocalipsis personal. No puedo ser débil, en estos casos el fuerte de la familia soy yo, suelo crecerme ante las dificultades, esta vez también pero necesito un punto de apoyo, algo firme donde descargar esta angustia que ahora me llena pensando en las veleidades del destino. Siento la tentación de sucumbir al desánimo, pero no puedo porque ese desánimo ahora no me va a ayudar, es un mal camino con destino a ninguna parte, o al menos a ninguna parte positiva. No, no voy a sucumbir, no ahora, no así.

De repente se enciende una luz, algo ilumina las tinieblas, me veo como me ven: verbo encendido en las prédicas aunque no siempre afortunado, vital, irónico, generalmente divertido con un humor rayano en lo cáustico, sacerdote, sobre todo sacerdote, hombre, el orden poco importa, somos amalgamas de absoluta imprecisión. Veo también, casi sin quererlo, el desfile que semana tras semana aparece ante mí. El sacerdote desde el altar domina el templo con la mirada, conociendo a la feligresía, amando a tú feligresía sabes muy bien quien ha venido y quien ha faltado. Ahora, en este momento los veo como en día de fiesta mayor en la que todos o casi todos están. De repente, digo, aparece la claridad porque el dolor ajeno aparece de forma distinta ante mí. En un momento, en un minuto, en lo que ha durado esa llamada telefónica he pasado de espectador a actor de dolores y entiendo una vez más, otra vez más en mi vida, lo que significa la palabra compadecer: padecer con el otro, o que el otro padezca contigo.

Entiendo el dolor compartido, la misericordia, entiendo claramente que tras la coraza somos iguales ante lo que nos asusta, ante lo que nos duele, en definitiva ante el mal. En un destello empiezo a sumar las sillas de ruedas que veo ante mí los domingos, los bastones, la muletas… no, ahora ya no son algo ajeno, en un momento la comunión con el débil es total, lo entiendo, lo acepto, yo también deberé poner mi brazo al servicio del pequeño, deberé soportar el peso de la enfermedad del otro, de un otro muy especial, de unos especialísimos otros a partir de ahora.

Llego a la clínica, la veo allí sobre la camilla, ochenta y dos años, tiene miedo, yo también pero no se lo digo, ella tampoco. Callamos porque no queremos asustar al otro con nuestro susto, con nuestro temor tan humano y tan de raíz. Tampoco mi hermana me comenta sus fantasmas, los lleva escritos en la cara, también ella se los ha callado, yo también, mi cuñado también calla ¡Cuánto silencio! el tiempo se detiene como si también él estuviera asustado. Tenemos miedo, somos humanos, no nos asusta la muerte en el ciclo natural de enterrar a los padres, nos asusta el recorrido de muertes progresivas, desde el primer toque de clarín hasta el fin real de esta vida, inicio -creemos- de eternidad. Nos asusta la sensación de pisar un terreno cada vez más inestable, más etéreo e inconsistente, nos asusta soltar amarras, no por el viaje que la fe ampara, sino por la maniobra misma de zarpar porque desconocemos su complejidad y duración. El miedo nos atenaza y nos abre casi obligadamente a la confianza en el otro, ahora ese otro viene con bata blanca, él no tiene miedo y por eso nuestros miedos encuentran en él su descanso. Pendientes de su palabra, del diagnóstico, de unas radiografías; también del gesto, del tono, pendientes de todo, esperando esperanzados algo que nos consuele el llanto seco, el temor real, la incertidumbre del porvenir más inmediato.

Llegó más tarde la analgesia, la noche cuajada de fantasmas que la mantuvieron en duermevela, nos contó después que la estuvieron hablando unos golfillos imaginarios hijos de la morfina, todos le hablaban, la agitaban en sueños. Se quejaba en un gemido quedo porque el dolor no conseguía descansar del todo. Solo han pasado unas horas y la miro de nuevo, agita sus brazos en busca de asir aquello que el sueño le ofrece, intento vano. Como una fortaleza con los muros agrietados, así la contemplo. En unas bolsas de plástico está recogida la ropa que llevaba, los zapatos con los que tropezó, la ropa de la caída. La última antes de este gusto amargo y triste, la última antes de este último susto.

Honrarás a tu padre y a tu madre, divino mandato. Ahora, en este momento la honra se llama compasión y otros mil nombres: se llama noches difíciles, se llama angustia, se llama avisar a la enfermera, procurar que no se mueva… todo eso es honra, todo eso es lo que manda la Iglesia. Lo entiendo, lo acepto y siento en lo más profundo que el bien no es discutible como tampoco el mal lo es. No, no todo es relativo, siento dolor y eso no puede relativizarse y, si compadezco como lo hago, siento que tampoco eso puede ser discutible, no es opinable, no es un “depende” sino una absoluta certeza que tiene poca filosofía y un montón de carne sufriente. No, no todo es relativo y entre esas cosas no relativas, entre esas certezas, está la de amar, sufro porque amo, y ni el sufrimiento ni el amor son complicados, antes al contrario, en su simplicidad radica su fuerza, tremenda, brutal.

Vuelven una y otra vez los fantasmas, a ella sus oníricos golfillos y a mí mis miedos. Aparece ahora aquel enfermo al que con un simple saludo creo contentar y por el que hasta ahora no he sentido casi nada. Mal, sacerdote, hombre, mal, muy mal. Contemplo a aquel otro que en su desesperanza pide auxilio espiritual y me planteo cuantas veces he compadecido realmente… ¡estoy en saldo negativo! Muy mal, sacerdote, hombre, muy mal. Dios ¡cuanto dolor! Releo la historia, ahora con el alma arañada y más sensible de lo habitual y surgen los fantasmas… ¿crees en los fantasmas?

Recuerdo a unos abuelos, pobres de solemnidad, que cuidaron al nieto abandonado por su madre y que vivían realquilados sobre nosotros, sobre la tienda de mis padres ¿Qué habrá sido de ellos? Me entero también que ha muerto, de puro viejito, un peluquero homosexual que fue injusta comidilla del barrio en un tiempo difícil para ellos, amable siempre, siempre víctima ¿nos habrá perdonado ya desde el cielo reservado a los buenos? Me acuerdo de mi paso por el albergue de transeúntes Hospital de Nit y me replanteo en cuanto, en que medida real me deje afectar por el dolor ajeno… mal, mal, sacerdote, hombre, mal. Esos son mis fantasmas, mucho más inquietantes que sus golfillos, más silentes pero mucho más afilados.

Una vez más retomaré el camino, será necesario reaprender a amar, una, otra vez, todas las veces de la vida, a cada momento. Siento la Verdad de Cristo anunciado por la Iglesia cuando nos alienta a la práctica del bien, no conozco otra Verdad mejor, no conozco otra ligazón entre la realidad y el bien como la que sigue anunciando esta Iglesia, mí Iglesia, la nuestra. Tiene pecado lo sé, y sin embargo incluso con su pecado me parece más iluminadora, más humanizadora que cualquier otra propuesta que se me pueda hacer. Y es ahora, en momentos de dolor, cuando necesito la Palabra que consuela y anuncia la victoria del Bien sobre el Mal, la victoria definitiva de la Vida sobre la Muerte, sobre las muertes que cotidianamente vivimos. Haz que mi heredad Dios mío, esté en la tierra de los vivos. Habrá pues que sobreponerse. La victoria sobre el Mal, sobre los males, necesita acción positiva hacia el bien. La impasibilidad me llevaría a la derrota, lo sé, por eso, porque creo en lo que manda la Iglesia practicaré, ahora que Dios me da esta oportunidad, el amor que a veces escatimo, la ternura que muy a menudo oculto, la emoción que siempre enmascaro para mostrarme, yo también, necesitado de ayuda, de apoyo, y de fe. Al fin y al cabo Señor… ¡Gracias!