Ya, ya se que en cuanto escriba algo sobre el tema de banderas o de lengua voy a tener a la mitad de mis amigos en contra. A los enemigos los tengo siempre a Dios gracias ¡son más majos! Un saludo encantos.

La cosa es que últimamente estamos viviendo una auténtica ebullición identitaria en la que los unos piensan que hay que defender el catalán, me cuento entre ellos; y los otros que quieren poner la tilde sobre el castellano o español, entre los que también me encuentro y sin ningún complejo por cierto, no en balde soy hijo de peninsulares con el corazón mallorquín, aunque -y ahí está el quid de la cuestión- no de forma excluyente ni exclusiva aunque sí preferente.

Argumentan unos y otros sus razones, o si lo prefieres y ya puestos, en actitud muy latina, incluso dejan de argumentar y simplemente pretenden aplastar al contrincante. La cosa es muy nuestra, muy de casa, no pasa nada, cuando no nos entendemos intentamos gritar más que el otro y punto pelota, “…nací en el Mediterraneo…” Genial Serrat.

La comunidad educativa, a la cual pertenezco en calidad de ganapán, parece haberse posicionado en el tema lingüístico, así han aparecido lazos cuatribarrados, en todas las versiones y tamaños, ubicados en solapas de chaqueta, indicadores de tráfico cercanos a las escuelas o fachadas de institutos, aunque, en ese caso han obligado a retirarlos. Pienso que en eso nuestros gobernantes se equivocan, hay que dejar que la gente muestre su malestar y si todo consiste en colgar lazos, pues oye, que los cuelguen y dejemos las prohibiciones para otras jaranas.

Entre otros lugares de lucimiento, la banderita ha aparecido también en la sala de profesores. Entendámonos, no me extraña, cada loco con su tema, no hace demasiado se hizo una colecta entre los docentes de mi instituto para pagar la castración y posterior adopción de una gata y no pasó nada, nadie se desmelenó aunque a mí me diera la risa floja, visto eso lo de la bandera tampoco es que desdiga ni cruja; así rezaba la canción infantil que: En el arca de Noé todos caben todos caben…

Reconozco que me ha jorobado algo más el lucimiento banderil en las taquillas de los profesores. Los alumnos no las ven y sin embargo no me gusta ¿motivo? Pues porque en condiciones normales de educación y relación laboral solemos amagar todo lo que podemos nuestras filias cuando sabemos producen fobias en los demás. Los temas de relación entre trabajadores suelen aparecer moderados por el sentido común que si acaso deja algún resquicio es el referido al fútbol, poco más. El tema de banderas o sea, el tema político es delicado, hay que tratarlo con exquisitez o dejarlo estar.

Añado, para mayor abundancia y aclaración que, ante el gran número de críticos con la Iglesia, jamás se me ocurre sacar a colación temas eclesiásticos en el instituto. Si alguna vez se han tocado esos registros me añado gustoso y digo la mía, pero por respeto no soy yo quien los propone en ese ámbito. Los institutos no son templos y se que si algún sentimiento abunda hacia la Iglesia es de hostilidad, lo tengo claro, punto. Repito: Si mis filias producen fobia mejor nos respetamos todos y nos callamos las desavenencias pro bonum pacis.

Lo del lucimiento de las banderitas bajo el nombre del maestro en los taquilleros me molesta porque de algún modo me obliga a posicionarme de forma pública, me siento presionado y me resulta incómodo. Parece que te miren a hurtadillas a ver si la pones ¿eres de los que la pone o de los otros? ¿Estás con nosotros o con ellos? ¿Pensamos igual y somos amigos o rompemos la baraja? Cansino el tema.

Por si no lo entiendes añadiré que me molestaría igualmente si, a mi alrededor, las taquillas de los colegas empezaran a mostrar pegatinas de la rojigualda o cualquier otro sentimiento patrio que, aunque muy respetable, es personal y no necesita de pública exposición. Si en vez de banderas habláramos de pegatinas de fútbol intuiríamos infantilismo por parte del lucidor del escudito. Reitero, en ningún caso entendemos, en condiciones normales, esa pública exposición de filias como positiva, educada ni recomendable.

Añado todavía que llevamos años quitando símbolos: Han desaparecido banderas que deberían estar. Se echan en falta los retratos preceptivos y, a grandes rasgos, puede afirmarse que amagamos cualquier referencia a autoridades que se sitúen un poquito más allá de la propia dirección del centro. Mucho más si esas otras “autoridades” no son de mi gusto o no están en sintonía con el común sentir del claustro. Para quitar símbolos tenemos la mano muy liviana, y por lo que veo, para colgar los que sí nos gustan, excesivamente ágil.

En la ligereza del quitar quitamos los crucifijos, no pasó nada, los creyentes callamos y tragamos; pasaron la religión a la categoría de asignatura optativa, lo aceptamos aunque no compartiéramos ni pudiéramos comprender cómo puede ser optativo conocer el fundamento de nuestra cultura, no pasó nada, también callamos y tragamos; prohibimos la exhibición de cualquier simbología religiosa cristiana y lo mismo, un silencio brutal. Ahora tocamos el tema de la lengua y el volumen de la trifulca ensordece. Algo está desajustado.

Cenando el otro día con mi amigo Marc, y comentándole mi intención de escribir algo al respecto de todo este guirigay, me regaló un argumento añadido: Puestos a poner la lupa en nuestros orígenes culturales nos encontramos, queramos o no, con la figura de Jaime I a quien se atribuye la catalanización de nuestra tierra pero de quien se obvia últimamente su cristianización. Claro, ahí también hay tema que no cuadra y que supone un punto de cabreo por mi parte. Jaime I vino a sus menesteres entre los que la cristianización se llevaba la palma, lo de la lengua era, en comparación con el tema sacro, pues bastante secundario seamos sinceros.

Me hiere el silencio ante la descristianización y el aplauso irresponsable al laicismo beligerante, cada vez más laico y más guerrero por cierto. Duele la ignorancia de nuestras raíces cristianas sistemáticamente promovida desde ministerios de ¿cultura? No me gusta nada que el fundamento primigenio de nuestra idiosincrasia haya sido y sea acallado arguyendo milongas de multiculturalidad. La multiculturalidad es un invento que puede ser bueno solo en el caso de mostrarnos orgullosos de nuestra cultura, de otro modo mejor nos dejamos de multiculturalidad y empezamos la tarea de amar lo que nos es propio. Propia es la lengua, cierto, pero más propia todavía es la cultura religiosa. No en vano de la lengua que la Iglesia conservó nació el catalán que ahora se defiende, curiosa batalla en la que mostramos nuestro amor a la hija matando a la madre.

Sinceramente no imagino al colectivo docente luciendo crucecitas, llevando rosarios ni mucho menos pegando estampitas de iconografía religiosa en las taquillas. No, no lo imagino, por eso me extraña tanto esa abundantísima exhibición de cuatribarradas. Añado incluso que como profesor de religión no me molestaría en absoluto dar la clase en la lengua que me indicaran mis superiores mientras mis alumnos y yo la conozcamos. Siempre que me la dejen dar la daré, no me importa la lengua en que yo trasmita mi cultura, me joroba mucho más lo actual, o sea, que me dejen usar la lengua propia pero solo para contar lo que ellos me permiten, esa sí es una marranada queridos. El drama de la asignatura de religión no es que deba impartirse en catalán, castellano o inglés, el drama real es que está todo pensado para que esa asignatura, la religión católica, la nuestra, no pueda darse. Aceptareis supongo que lo de la transmisión de la cultura está así muy mal.

No nos engañemos, las matemáticas serán idénticas se expliquen en la lengua que sea, lo importante es que el chaval aprenda a sumar. La religión que, repito, es la base y fundamento de nuestra cultura, debería poder impartirse sin problemas, sea en la lengua que sea, porque de otro modo la incultura religiosa nos abocará a la incomprensión de nuestra historia, a la ignorancia de nuestras raíces y a la vergüenza de nuestro propio ser.