Hacía años que no practicaba. No existía por su parte rechazo alguno a la fe de sus mayores y, sin embargo, daba la sensación que la misma vida había contribuido a separar los quehaceres diarios de su fe. Poco a poco, casi imperceptiblemente, dejó de acudir a la iglesia. El trabajo absorbía toda su atención, la familia necesitaba de su presencia, los momentos de asueto empezaron a discurrir sólo en la intimidad familiar y, de vez en cuando, con los amigos. Nada, en todo ese tiempo, reclamó su atención hacia una Iglesia de la que se sentía parte, pero a la que no acudía, ahora ya por pura rutina.

Alguna vez, por qué negarlo, sintió cierta añoranza. Ahora, incluso el hecho de rezar constituía un acto extraño, algo estrambótico; tan alejado de su realidad que ya no tenía sentido. ¿Lo había intentado? Sí, ciertamente en multitud de ocasiones, y sin embargo sus intentos quedaban abortados por mil pensamientos que acudían en tropel a ocupar el lugar que deseaba dedicar a Dios, pero que acababa lleno de preocupaciones y problemas absolutamente mundanos.

Al final, ante la creciente dificultad del rezo y las continuas distracciones optó también por dejarlo, al fin y al cabo ¿para qué servía aquello? ¿No es cierto que Dios perdona y entiende? Entonces ¿qué importancia tiene mi esfuerzo?… La justificación pareció sólida, el argumento bien construido y al final todo acabó. La rutina de no practicar también existía, exactamente igual que la rutina de tantas otras cosas. Supo inmediatamente, eso sin dudarlo, que los “cristianos por rutina” no eran nada extraño. Todo, -pensó-, todo lo llegamos a hacer de forma rutinaria, el ir y también el no ir. Fue consciente, ciertamente, pero optó por seguir ausente, una ausencia rutinaria, ausencia al fin y al cabo.

Pasaron los años sin inquietud siquiera, los hijos crecieron y la vida se hizo algo más sencilla, todos emancipados y sin demasiados problemas: ésa constituía su mejor paz. De cualquier modo, alguna sombra asomaba, siempre daba la sensación de existir un rincón no satisfecho, la vida en el hogar funcionaba bien, entonces… ¿a qué ese turbamiento, a qué ese desasosiego? Cierto que no sucedía siempre, pero últimamente aparecía con más frecuencia. Atribuyó a la edad su angustia, el descenso de actividad, -pensaba-, marca también un aumento de ansiedad. A partir de ese razonamiento, por otra parte tan lógico, empezó a buscar actividades de tiempo libre. Así se inició en los rudimentos del canto coral, acudió a cursos de cocina para mayores e incluso se apuntó a unos cursos de yoga. Todo, todo valía para acallar una desazón angustiosa e inoportuna, tremendamente inoportuna en un tiempo en el que, se supone, la paz debe impregnarlo todo.

El yoga le hablaba de paz interior, y claro, ahí se volcó. Justo lo que necesitaba en el momento oportuno, pensó. Conoció la búsqueda interior, la meditación repetitiva, el control de respiración y lo más importante, el dominio de las emociones… En el panel del centro apareció un día un cartel que anunciaba una conferencia sobre espiritualidad zen. No se lo pensó, el yoga le había abierto el camino que anhelaba, si ahora la espiritualidad anunciada era la mitad de efectiva que lo que rezaba su anuncio, su búsqueda habría terminado.

Admiración, eso era lo que sentía; el profesor hablaba pausadamente, trasmitiendo paz, justo la deseada. Asistió al ciclo completo de conferencias con la convicción de haber acertado en la elección. El yoga le otorgaba tranquilidad. Si ahora a través de la espiritualidad zen podía vertebrar esa paz, el asunto quedaría definitivamente zanjado y sus angustias enterradas.

Sus costumbres también experimentaron cambios importantes; había que conseguir pureza, no sólo la mental sino también la corporal. En ese anhelo emprendió el camino de sensibilización hacia lo que nos rodea. Pronto mudó sus hábitos alimentarios, y en la búsqueda de la perfección empezó a despreciar la carne por lo que conllevaba de violencia su consumo. Una dieta vegetariana, o casi, contribuyó notablemente a armonizarse mejor con el cosmos: ¿sería esa la paz definitiva que anunciaba la meditación zen?

Algo no funcionaba, eso que llamamos conciencia se lo advertía desde hacía un tiempo. La búsqueda de la paz interior le impulsó a nuevas experiencias; al principio todas suponían un fogonazo, al final poco o nada que añadir a lo ya experimentado, a lo ya sabido y por consiguiente un decepción más. ¿Fallaba la meditación? ¿Era acaso un problema personal? ¿Conseguiría alguna vez la plena armonía?… Éstas y otras muchas preguntas aparecían a cada nuevo intento.

Sucedió de forma extraña, lo recordaba perfectamente; al principio el regusto amargo de la muerte del amigo, del conocido con el que has compartido vida, ilusiones, tiempos de vino y rosas, cenas… la noticia te borra un trozo de presente y lo convierte en pasado, ya no podrás decir “vamos” sino “íbamos”, no dirás nunca más “es” y de golpe utilizarás el “era” para referirte al que fue y no está, con el que compartiste unas vivencias que de golpe ya no existen. La esquela pedía una oración por su alma y de pronto sintió que algo se estaba moviendo en su interior. Con presteza retiró del rincón las varillas de incienso que hasta hace poco ambientaban sus ensimismamientos, retiró también unos trozos de tela y algunos objetos más. Lo hizo con cariño y convicción a la vez, no tiró nada, lo recogió amorosamente, doblando cuidadosamente, empaquetando, guardando, todo aquello formaba parte de una búsqueda y de algún modo, -pensó-, había contribuido al nuevo encuentro con la Verdad.

Todo arrinconado, todo en su sitio… Rebuscó en esos cajones que todos tenemos y en los que a base de detalles podríamos dibujar nuestra vida. De ahí empezó a sacar cosas: un carnet de donantes de sangre que usó en su juventud, aquel otro carnet de identidad que creyó perdido hasta que reapareció, algunas baratijas que le trasmitían recuerdos, y por supuesto aquel rosario. Al verlo, sintió añoranza; era, como tantas cosas, un recuerdo familiar, algo que en la infancia suponía algo cotidiano… ¿Cuántas manos lo tuvieron, los dedos de cuántos amigos y parientes lo rezaron? Las cuentas eran de semillas, oscurecidas por el tiempo; no era brillante ni bonito, pero al enredarlo entre sus dedos supo de inmediato que allí estaba lo que hacía demasiado tiempo buscaba.

¿Cómo se rezaba? La memoria no le ayudó, recordaba vagamente algo que ahora ignoraba; no se detuvo, sobre la mesa colocó el diario abierto por la página de los obituarios. Una vez más leyó el nombre del amigo, un amago de lágrima, y a partir de ahí una mecánica Divina, precisa y preciosa. Desde la amnesia de años su mano derecha recordó el gesto y se santiguó, el resto simplemente surgió… supo de inmediato que no lo hacía correctamente, sabía que dejaba cosas que en otro tiempo conoció, y sin embargo algo recordaba… en sus labios afloró la palabra justa, el sentimiento preciso… y pronunció lo que su alma anhelaba, ahora por el amigo, pero también, -pensó-, lo estoy diciendo por mí. “…Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.” La búsqueda había terminado y la luz, efectivamente, se hizo.