Hace ya tiempo escribí algunos artículos sobre la necesidad que toda persona, y muy especialmente los sacerdotes, sean, seamos autónomos. Cierto, no me estoy refiriendo a un régimen de cotización a la Seguridad Social, no. Cuando hablo de autónomos lo hago pensando en la necesidad de autonomía personal, necesaria para todo el mundo pero de forma especial para aquellos que lideran, animan, e incluso dirigen grupos humanos; pongan ahí, si quieren, a líderes políticos, presidentes de agrupaciones, y por supuesto a los ya mencionados sacerdotes, gremio al que orgullosamente pertenezco a pesar de todo, en ocasiones con excesivo sufrimiento.
No hace muchas semanas, en un programa de televisión, presentado y dirigido por Miquel Àngel Ariza en Canal 4, se entrevistó a dos jóvenes sacerdotes recién ordenados; el programa me gustó. Por circunstancias, últimamente me han permitido abundarme un pelín en los medios; me resulta simpático -y aprovecho para comentarlo- conocer a personajes tan singulares como el mencionado y genial Ariza, al intimista, respetuosísimo y mágico Joan Monse, y a otros que voy conociendo y valorando. Como digo, últimamente me lo han permitido, y por esos conocimientos personales adquiridos y comentados, sigo placenteramente sus programas, tan distintos en formato y contenidos, y sin embargo hechos, doy fe de ello, con toda la ilusión y profesionalidad de la que son capaces, y que dicho sea de paso, no es poca.
Pero hablábamos de dos sacerdotes recién ordenados, sigamos. A lo largo de la entrevista fueron desgranando sus opiniones que me resultaron evocadoras de las que yo mismo, tal vez, mantuve en mis primeros años de sacerdocio, cada vez más lejanos, claro está. Los escuché atentamente, con la complicidad de quien sintoniza en gran medida con algunas de las respuestas, y por supuesto, a qué negarlo, les escuché también con un puntillo de empática colegialidad, surgida más del conocimiento personal, que de la pura gremialidad, que en mi caso no bastaría, en modo alguno, para mostrarme de acuerdo sin en algo discrepo, como es el caso.
Así pues, desde el afecto, y también desde ese derecho a la discrepancia, que ninguna corporatividad puede, ni debe soslayar, manifiesto que una de las afirmaciones hechas por mis colegas me pusieron los pelos como escarpias. Pasado el ecuador de la conversación uno de ellos afirmó, con aparente convicción e indudable aplomo que: …prefiero confiar en la rica conciencia de la Iglesia, antes que en mi pobre conciencia… Como digo, la afirmación me disgustó sobremanera porque resulta, a poco que lo pensemos, tan aparentemente obediencial y mansa, como realmente peligrosa y zafia, uno diría que casi perversa por lo que a continuación expondré.
Venga, pongamos un ejemplo que a todos ilustre. Imaginemos por un momento que mi joven colega, con el óleo sagrado todavía perfumando sus manos, viviera alguna época en la que campara a sus anchas La Inquisición; bueno de hecho esa época duró ochocientos años ¡ahí es nada queridos! Sigamos con la suposición. Coloquemos a nuestro compañero al pie de una pira, con su bruja atada a un poste sobre troncos secos y embreados; añadamos el necesario inquisidor sobre un estrado, leyendo a voz en grito los cargos que, contra aquella mujer, denunciaba en aquel momento la rica conciencia de la Iglesia. Aún por un instante permítanme ser malo y colocar la antorcha en manos de quien no se fía de su pobre conciencia… Bien queridos, ¿cual será la consecuencia?…
La presunta bruja gritará su inocencia, llorará, pedirá clemencia, y con la voz ronca, incluso rezará las oraciones que sabe, pidiendo a Dios ayuda en ese momento, en ese trance fatal. ¿Qué haría nuestro amigo en semejante coyuntura? ¿Prendería fuego a la hoguera? … La presunta bruja conmueve a quien la escucha, e invoca la misericordia Divina; el inquisidor ha dado la orden, y la rica conciencia de la iglesia, ha decretado su muerte. Repito, ¿Qué sucederá?… Cierto queridos, probablemente penséis que pueda negarse a prender la leña por razones de conciencia, pero claro, a esa conciencia personal, instancia suprema, a la que todo individuo debe apelar consultar y obedecer, es precisamente a la que ha renunciado nuestro entrañable y simpático amiguito… Temible situación, ¿verdad?
Venga no dramaticemos tanto; aunque superficialmente, creo conocer al joven sacerdote lo suficiente como para intuir que tiraría la antorcha al rio, soltaría a la desdichada señora del poste, e incluso la ayudaría a rehacer su vida después de tan amarga y traumática experiencia. Claro que entonces me asalta otra duda ¿Cómo justificaría, este reciente misacantano, su desacato al inquisidor?… bueno, así como estoy seguro de su misericordia hacia el débil no tengo tan claro su posicionamiento desobediente a la autoridad eclesial ni aun cuando ésta pueda equivocarse. Lo dicho queda dicho, y fiarse de la rica conciencia de la iglesia antes que de la propia pobre conciencia tiene el inconveniente de permitir pecar gravemente y hacerlo inconscientemente, o sea sin conciencia porque, como he dicho, se ha renunciado a ella.
Esa obediencia ciega, esa heteronomía, ese fiarse del otro dudando de uno mismo puede, fácilmente, convertirse en atentado contra el hombre, atentado implícito contra Dios. Oigan, y todo eso por obedecer a la autoridad, en principio sagrada, pero también, lo sabemos, tantas veces prostituida. No en vano, como ya he comentado en otras ocasiones, la Iglesia, que es sabia y anciana, se define, e incluso se entiende a ella misma, como Casta Meretrix, santa y pecadora.
No, verdaderamente no fue una exposición afortunada. No pasa nada, yo mismo cuando reviso mi participación en algún programa de radio o televisión me censuro muchas cosas. Permítanme sin embargo abundar un poco más en el tema, o si lo prefieren en el peligro atroz de la heteronomía.
El heterónomo no piensa, no sopesa, no tiene criterio, no exhibe conciencia, no atiende a razones. El heterónomo es inmisericorde, se anula, se inhibe, delega su responsabilidad haciéndose inconsciente, sordo, ciego, mudo. Sólo entiende de obediencia, solo valora el cumplimiento de órdenes que otro le dicta, únicamente se percibe como ejecutor de voluntades ajenas. El heterónomo aparece autista a la realidad que le rodea; observa con los ojos de quien manda, habla por boca de quien le dicta, actúa por deseo de quien le ordena. El heterónomo no expresa opinión personal alguna, no duda jamás, nunca se cuestiona porque él queridos… ¡él sólo obedece!
Ay, lo reconozco, me hago viejo. Admito que el carácter se me agría más que a un nonagenario con hemorroides aunque todavía esté atravesando la década de los cincuenta. Tengo peor humor del deseable y una imprudencia creciente, que, con el paso del tiempo, me impulsa a decir, no sólo lo que pienso, sino sobretodo lo que me da la gana, aunque a veces no lo piense demasiado.
Venga, reconciliémonos, creamos en un mundo mejor. Estoy seguro que al leer estas líneas mis amigos ateos, que no son pocos, habrán aplaudido hasta con las orejas el ataque que acabo de hacer a la obediencia ciega a menudo presente en la Iglesia, pero igualmente patente en otros grupos y asociaciones. Está claro carísimos… ¿podéis afirmar, con la boca grande, que eso sólo nos pasa a los curas o a los católicos? Ay Dios, perdonad que me ría ¿Os suena la expresión: Disciplina de voto o disciplina de partido? Vaya, ¿se os ha borrado la risilla? Vale, dejémoslo si os molesta, pero permitidme añadir que el reseñado pecado de heteronomía no es exclusivo de la Iglesia, tanto se da en seminarios como en asociaciones y partidos políticos. Pecado frecuente, sabido, conocido y no por ello menos malo… ¡menudo peligro! ¿Verdad queridos?
N.B. A mis coleguillas sacerdotes, toda la suerte del mundo en el ejercicio de su ministerio. Recordarles simplemente que en el Credo afirmamos nuestra convicción en el juicio final ante Jesucristo; un juicio personal en el que responderemos de nuestras acciones. A ver qué tal resultará entonces responderle a nuestro Señor con un: “es que me lo mandaron, mire Usted…”