La voz de María Dolores Pradera siempre me ha gustado, la considero mezcla hispana de ambos lados del Atlántico, Madrid y Chile conformaron su nacimiento e infancia y eso queridos, se nota un montón.

No, aunque músico, no voy a ejercer de tal; si apunto a la magnífica intérprete es porque entre sus canciones recuerdo una que lleva por título precisamente éste: Primera, segunda o tercera y, ya ves tú, me ha inspirado este escrito junto a otra circunstancia algo más luctuosa que expondré a continuación.

Hace unas semanas fallecía una persona muy querida nuestra; la acompañó ciertamente nuestra oración en sus últimos días, en esos momentos en los que la esperanza se difumina y cobra cuerpo la certeza de un desenlace inmediato. Un poco más allá sucedió lo propio del caso y asistimos una vez más al encuentro con la muerte, nada extraño, me encuentro, nos encontramos los de mi quinta, en la década prodigiosa, en ese tiempo entre los cincuenta y sesenta en el que habitualmente enterramos a nuestros padres.

Hubo dolor pero no drama, llanto sereno, y la certeza de haber ayudado a vivir bien, y morir dignamente a ese ser querido, con los deberes bien hechos por parte de todos, paz interior, serenidad y agradecimiento por una vida plena y una muerte sosegada, arropada tiernamente por la ancianidad.

Religiosos como somos, acordamos la asistencia al funeral, no tanto como un cumplimiento social más que frecuente y comprensible, sino movidos por la fe que nos habla de resurrección y Vida. El funeral fue en una céntrica y concurrida parroquia del casco antiguo de Palma y fue allí donde experimenté un sentimiento contradictorio, una sensación agridulce, una desazón amarga que deseo comentar por si en algo puede ayudarnos a todos, por si algo, entre todos, podemos enmendar.

La iglesia estaba abarrotada y sobre el presbiterio abundábamos también los concelebrantes. Un coro contratado ad hoc cantó más que dignamente las partes musicales de la liturgia y sin embargo…

Hace años, en exacto reflejo social, existían funerales de primera segunda o tercera. Cada uno de ellos tenía trazos distintivos que los convertían en inconfundibles. Los de primera incorporaban monaguillos, muchísima cera, cantos propios, ropajes cuidados y una liturgia bellísima y solemne; de otro modo resultaría incomprensible que genios musicales de todos los tiempos hubieran compuesto magníficas músicas fúnebres que aún hoy hacen las delicias de quien las escucha. ¿Quién puede ignorar el Réquiem de Mozart o Verdi?, ¿A quién no conmueve el Pie Jesu de Webber, por citar solo unos poquísimos ejemplos? Son belleza pura, conexión con el Trascendente, puertas celestiales.

Las diferencias sociales en la Iglesia han sido algo limadas en lo que a funerales se refiere. No lo lamento en absoluto, considero que cualquier cristiano tiene idéntica dignidad, y por tanto concibo como algo feo que, ante el hecho de la muerte, hagamos distinciones de primera, segunda o tercera clase. No nos engañemos, diferencias las hay siempre, pero por lo menos está bien que intentemos que esas singularidades inevitables no vengan marcadas por la posibilidad económica de la familia del finado.

No, ciertamente no me quejo de la equiparación, de lo que me quejo, y muy amargamente, es del hecho que la estandarización se haya hecho al nivel de tercera. Cierto, no existen ya funerales de primera o segunda, no queridos, hoy, la mayoría de los funerales a los que asisto son de tercera, pero de tercera regional. ¡Una penita!

La muerte, algo tan humano, posee un indudable poder de convocatoria. Nos solidarizamos con la familia del difunto, les damos el pésame, recordamos los momentos compartidos, y la mayoría vamos a la misa funeral seamos o no practicantes. Cierto, existe una tendencia muy actual y laicista que pretende la eliminación de toda trascendencia en el rito fúnebre, no tiene demasiados adeptos.

La mayoría, digo, vamos a la misa funeral, y ahí es precisamente donde más me duele que las cosas no se hagan como Dios manda. Veamos queridos, en el funeral la iglesia se llena como en día de fiesta mayor, aquello se pone abarrotado, incluso personas poco conocidas consiguen media entrada, entonces… ¿Por qué lo hacemos tan rematadamente mal? ¿Por qué ofrecemos un producto tan mediocre?

En la misa de la céntrica iglesia Palmesana que comentaba más arriba, el mantel del altar estaba arrugadísimo y manchado, dos velillas obsoletas, modelo Altar Modernillo Pie de Latón y Cartucho De Parafina, agonizaban más que alumbraban; el sacerdote, con casulla de loneta, otrora progre, procedió con la metodología del que lleva mucha mili y no está para inventos, pronunció desganadamente unas palabras que tanto hubieran valido para la abuela, para el vecino del quinto o para la prima Evangelina. Rutina y vaguedades, topicazos, sandeces, anonimato, y todo ello, eso sí, aderezado con unas prisas realmente insultantes. ¿Resumen? Pura demostración de cutrerío pata negra, exhibición de mal gusto impresionante, catálogo de despropósitos encadenados que convirtieron la ceremonia en algo digno de ser olvidado cuanto antes, borrado de la memoria, desterrado del recuerdo. Casi hemos conseguido que el funeral de más miedo que la propia muerte.

La pregunta surge sola: ¿Es esa la imagen que queremos ofrecer a los alejados de la Iglesia? ¿No podríamos hacerlo un poco mejor aunque fuera en atención a ellos? ¿Realmente pensamos que alguno de esos feligreses volverá a pisar el templo antes de un próximo funeral?…

¡Ay Dios! Ya sé que me hago viejo y avinagrado, pero caramba, coincidiremos en que lo uno no quita lo otro. Yo soy un quisquillas, lo sé y acepto con resignación mi causticidad. Pero digáis lo que digáis, lo de los funerales de tercera regional es un mal tremendo. En esos funerales podríamos mostrar a los alejados nuestra capacidad de compadecer, nuestra ternura para consolar, nuestra belleza para celebrar y nuestra fe para orar. No hacemos nada de todo eso, antes al contrario. El feligrés accidental viene, contempla muy críticamente el triste espectáculo que ofrecemos, observa el descuido, la desgana, la desidia; siente repugnancia y experimenta que el rito fúnebre, tan ancestral como la propia vida humana, se ha convertido en una solemne y feísima tontería.

No siente consuelo, antes al contrario, y en la contemplación de tales desmanes ya apunta en su interior el proyecto bien concreto de su propia incineración y, en caso de ser creyente, un simple Padrenuestro en el mismo tanatorio, eufemismo de cementerio que ahora se lleva más. En resumen, quien accidentalmente venga a uno de nuestros luctuosos bodrios se planteará, con total seguridad, la forma de evitar tan desafortunada situación a sus allegados, a la gente que ama, y, por supuesto, como evitarse, él mismo, ser el convocante ya inexistente de tamaño despropósito.

Los objetos sagrados quedaron sobre el altar, el celebrante advirtió en exceso sobre la forma de proceder a la hora de dar el pésame como si el auditorio fuera absolutamente imbécil, se apagaron inmediatamente las luces del presbiterio, y en una media penumbra que no ocultaba ni las arrugas del altar ni el desencanto de lo que acabábamos de vivir, nos acercamos al banco de los deudos con el objeto de consolarlos. Me costó mirarlos a la cara, sentí vergüenza ajena y pensé que el consuelo que me apetecía ofrecerles no era tanto por la abuela difunta como por la chabacanería que estoicamente acababan de soportar, ellos y sus amistades.

Aún esperé en la sacristía a que llegaran los compañeros para regresar al pueblo. En un rincón un bellísimo reloj parado me habló de otro tiempo y otras horas. Sobre una sillería magnífica que sirve de trastero, descentrado y brillante, enorme y con musiquilla eléctrica, desafiaba la vergüenza y la razón otro artilugio marca horas, este, sin embargo, Made In China, colgado con una alcayata clavada sobre una bellísima caoba… ¡La madre que nos parió! ¿Tenemos remedio?

En fin queridos… Requiescant in pacem, Amén!