La novela de Chufo Llorens me encantó. Te daré la tierra aparece ambientada en la Barcelona medieval, y, reconozcámoslo, el título contiene, en sus cuatro palabras, reminiscencias bíblicas de profundo arraigo, no así la novela, genial de cualquier modo.
Todo el Pentateuco, y gran parte del Antiguo Testamento, aparece orientado, escrito, para dejar constancia de la promesa de Dios al pueblo judío: La promesa de una tierra que mana leche y miel. El tema es constante y aparece vertebrado por un pacto explícito en el cual, la posesión de la tierra, va íntimamente ligada a la fidelidad a Dios.
El desarrollo es sencillo: La fidelidad a la Alianza del Sinaí equivale a la posesión de la tierra. Por el contrario, su abandono, la infidelidad, supone el alejamiento de Dios y el sometimiento a los enemigos.
En ese pacto sinaítico, el culmen del mal, aparece representado en el pecado de idolatría, la tentación, siempre presente en el pueblo elegido, de adorar a otros dioses. Es en ese momento en el que la tierra es devastada por los enemigos. Confiar en otros dioses, incluso confiar únicamente en la propia fuerza sin tener presente a Dios, supone siempre un fracaso. Solo Él da la tierra, solo la fidelidad a la Alianza nos da la paz.
Valga esta introducción para comentar la situación política que España está viviendo. Más concretamente para comentar, pensar juntos, sobre el tema del independentismo, tan efervescente en nuestros días. No hace demasiadas semanas estuve en Vic; allí no hay balcón sin “estelada”, sin la bandera que reclama la independencia de Cataluña del resto de España. El tema, para un creyente, merece la pena. A favor o en contra, por lo menos, desde la fe, pensemos en paz, y si nos dejan, también en libertad.
Una primera reflexión me obliga a reconocer que la posibilidad de pérdida de territorio por la parte hispana tiene mucho que ver con la Historia Sagrada. Ciertamente la crisis actual ha puesto de manifiesto una idolatría gigantesca en la que, sin escrúpulos ni atisbos de conciencia, hemos elevado la economía a la categoría divina. Idolatría, digo, en estado puro, perversión de los ideales, imperio del latrocinio que ha supuesto una tentación a la que demasiados han sucumbido, desde miembros de la familia real al último ciudadano. Olvidamos nuestra historia, nuestras raíces, costumbres y principios, olvidamos la religión y nos dedicamos a traicionarnos reconvertidos en especuladores. El olvido de Dios acaba siempre en la negación, en la destrucción del hombre.
Hemos generado políticos-mierda porque nosotros hemos sido (¿somos todavía?) unos ciudadanos-mierda, hemos creído en bancos-vampiro porque nos prometieron dinero barato y no nos paramos a pensar las consecuencias de aquel derroche en el que nos embarcamos. Surgieron entonces aprovechantes de toda calaña y pelaje que tomaron como modelo a promotores sin escrúpulos y por único oficio la obra y el mangoneo. En España nadie quería ser médico, abogado ni ingeniero, maestro ni músico, militar ni maestro, aquí lo que todo el mundo quería, era ser especulador.
Observado el fenómeno independentista, desde la parte catalana, el planteamiento tampoco es mejor. El argumento catalán principal vuelve de nuevo al tema dinerario: “Madrid nos roba” ese es el eslogan proferido por quienes creen que, cambiando de bandera y poniendo fronteras, conseguirán un mundo de bondades sin fin entre las que la bonanza económica será la principal divisa. Si no fuera por el caldeo general de ánimos me daría la risa. Tal como está el asunto no me atrevo ni a sonreír. Un montón de mala leche y violencia a presión, eso es lo que veo, y me asusta. Consten sin embargo dos cuestiones principales que ya hemos visto:
a) Latrocinio lo ha habido, no solo por parte de Madrid, que también, sino además por parte de los presidentes autonómicos, cargos de medio pelo y cabrones de toda ralea; de los de ¡España Una!, y de los de ¡Visca Catalunya!.
b) el ansia de independencia, digan lo que digan, se fundamenta actualmente en la sola economía, y de tal modo es así que en el discurso por la autodeterminación siempre queda meridianamente claro que si nos dan lo que pedimos no nos importa bailar la sardana acompañados por la banda de gaiteros del Ferrol. Incluso con un plus retributivo aceptaríamos mojar los calçots en gazpacho andaluz. ¡Manda huevos tío!
Leo aún, en la revista digital Germinans Germinabit , de contenido católico y ámbito catalán, que para el próximo 11 de septiembre, día de Cataluña, está previsto que una cadena humana en favor de la independencia atraviese el interior de la Sagrada Familia, en el templo se cantará el “Virolai”, o sea un canto mariano propio de la Virgen de Montserrat. Bueno, supongo que si la cadena es muy larga habrá que cantarlo varias veces… es un suponer. La imagen no me subyuga e incluso, a qué negarlo, me desasosiega.
Hace años, unas cuatro décadas, la iglesia, en España y en Cataluña (si es que en aquellas fechas eran cosas distintas), entró en una dinámica de desafección profunda. El alejamiento entre pueblo e Iglesia tuvo mayor y más negativa incidencia en las zonas más ricas del suelo patrio. Así Mallorca (que no creo que se añada al proyecto soberanista, dicho sea de paso) devino en el erial que actualmente tenemos. Templos vacíos, laicismo imperante, abandono de Dios. La riqueza del turismo nos empobreció en valores, historia, idiosincrasia, y, por supuesto, en tradición católica. Ricos en dinero, pobres en identidad, acomplejados, desnortados, cohibidos aunque con los bolsillos llenos.
Ciertamente Cataluña ha tenido también una economía pujante, sobre todo (valga recordarlo) a causa de las inversiones y medidas proteccionistas que el estado español desarrolló en esa zona en el último tercio del s. XIX. y que la burguesía catalana, para nada independentista, supo aprovechar generando trabajo y riqueza. Buena parte del XX ha conformado la realidad que conocemos: Industrialización, tierra de inmigración, generación de riqueza y al poco, al igual que en Mallorca, abandono de Dios y cambio de paradigma. La historia a hacer puñetas, y a adorar al dios Dinero con profundo y reverencial fervor… ¡Oremus!
Pasará la marcha por el interior del templo Gaudiniano, me pregunto si lo lógico no sería lo contrario, es decir, que por medio del sentimiento nacionalista dejásemos trascurrir la fe que nos identifica, la adoración que nos resitúa, la oración que nos une. El resultado, queridos, sería bien distinto.
No me gusta, a qué negarlo, el alarde de banderas en el interior de los templos. Prefiero ciertamente la lectura de las bienaventuranzas a las que, por cierto, veo que nadie hace referencia en el proyecto soberanista… ¿Será porque la primera de ellas está dirigida a los pobres? ¿Será porque lo que de verdad pretendemos no es tanto un nuevo país, sino una nueva economía que nos permita ser un poco más ricos? ¡A saber!
Las banderas en el templo no me gustan porque la propuesta de la Iglesia es católica, o sea, universal. Experimento ansiedad cuando cada veinte de noviembre la Abadía de Santa Cruz del Valle de Los Caídos se llena de banderas con el águila. Exacto nerviosismo si cambiamos la bicolor por la cuatribarrada y nos adentramos en la Sagrada Familia o Montserrat, en el fondo no son tan diferentes, y por cierto, ¡qué lejos del pensamiento y espiritualidad de Antonio Gaudí este uso profano de su genial construcción! El maestro construyó obligando a levantar los ojos al cielo; supongo, sin embargo, que la marcha tiene mucho más de terrena que de celestial.
Como cristiano no puedo sentirme independentista. Ante el enunciado “Madrid nos roba” me recuerdo, una y otra vez, la necesidad de compartir los bienes y de perdonar. Me río de quienes comparten cicateramente la limosna de la misa pero no se sienten capaces de hacer lo mismo con la riqueza de su territorio. Caritas no es la solución al problema de la desigualdad, la verdadera solución se llama solidaridad, y esa empieza, necesariamente, por la contemplación amorosa e inclusiva del vecino pobre.
Ante la exigencia de un total autogobierno necesito repetirme que la medida de mi libertad es directamente proporcional a la fidelidad al Evangelio. Es Cristo quien me libera, no ciertamente una u otra bandera. Con ambos colorines seguiré experimentando dolor, vejez, enfermedad y muerte. No hay himno que mitigue ese autentico sometimiento humano. Si miro un poco más allá me encuentro con la terrible contradicción de un apoyo popular a ONG’s que actúan en la otra parte del mundo y, entretanto, una crítica muy áspera a la distribución política de la riqueza. Las ONG’s tampoco son soluciones, solo parches que deberían servir para denunciar las excesivas desigualdades entre ricos y pobres. La solución pasa siempre por la política, y la política debe pasar por el corazón y por la neurona… No, ahora parece pasar solo por la bilis.
Por cierto, creer en la bondad absoluta de las ONG’s solo puede ser fruto de una total imbecilidad. También entre ellas las hay corruptas, ladronas y embusteras. Ni toda la política española es mala ni todas las ONG’s son buenas, aunque sean catalanas. Conviene aclararlo.
Más allá de “Segadors o “Tambor de Granaderos” necesito profesar que: …creo en la resurrección de la carne y la vida eterna. Es Cristo resucitado quien me libera, no ciertamente una bandera por más que me envuelvan en ella. Aborrezco la cultura tribal o de grupillo y reconozco que las singularidades culturales me encantan hasta el momento mismo en que aparecen como opuestas a otras peculiaridades, en ese momento ya no me gustan y reconozco públicamente que todo grupo cerrado huele a pies sucios. Cuanto más cerrado el colectivo, más peste, la relación es directa y de fácil comprensión.
Pertenecer a la iglesia Católica me vertebra por su universalidad, dirección que me hermana, une y corresponsabiliza con los demás, tengan la bandera que tengan, hablen la lengua que hablen: Creo en la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica. A la pregunta de Dios: ¿Dónde está tu hermano? No quiero responder con la frase cainita: ¿Acaso soy yo su guardián? El otro debe importarme, y, efectivamente, somos guardianes de nuestros hermanos. Me parece correcto trazar lazos de amistad con el pueblo saharaui y facilitar la acogida de niños en verano, lo que no entiendo es porque debemos ser solidarios con aquellos y solitarios con los de al lado. Cada vez lo entiendo menos.
Necesitamos urgentemente recuperar la Eucaristía como símbolo de donación total y gratuita. Pan partido y repartido, vino en un cáliz del que todos beben. O sea, todo lo contrario a lo defendido por los que cantarán el “Virolai” en la Sagrada Familia en auténtica profanación del sagrado lugar. Yo creo que la Rosa de Abril llorará ese día desde el cielo.
Sucede, a qué negarlo, que los sentimientos patrióticos pertenecen a un género altamente inflamable y contagioso. Se empezó con traspasos de competencias en materia educativa, y, a partir de ahí, se inició un camino tremendo de recomposición interesada de la historia y también, sobretodo, de odio a España. Lo primero no me preocupa en exceso, cada quien cuenta la historia a su manera y nada más inexacto que la interpretación de hechos pretéritos.
Lo del odio hacia España es ya harina de otro costal. No es solo el sesgo histórico, es también la negación de nuestra propia identidad. Por más independentista que uno pueda profesarse no podrá comprenderse sin establecer la necesaria relación con quienes le rodean, y en el caso de Cataluña lo que nos rodea es Francia y –sobretodo- España, no hay lo uno sin lo otro ni aún en el ejercicio del más puro autismo patrio.
Las pitadas al himno nacional, a la bandera o a los representantes políticos españoles en Cataluña me parecen muy fuera de tono, cosa fea y de mala educación, sobre todo considerando que si el himno que sonara fuera el del Congo o el de Gabón, seguramente aplaudiríamos al final… ¡y mira que nos quedan lejos!
Todo esto me apena. Me disgusta que los hijos de los inmigrantes renuncien a sus ancestros embarcados en el espejismo del becerro de oro, que ese, y no otro, es el final perseguido. Mis padres nacieron en Requena, y aunque amo profundamente Mallorca, me niego a renunciar a esas raíces valencianas y conquenses que llevo en los genes y en el corazón… ¿Cómo se hace para no ser quién eres?, ¿en qué modo se consigue ser una invención dejando de ser quien fuiste?, ¿De qué manera puedo ignorar a mis padres o abuelos? Y sobre todo ¿Cómo puede pedírseme amor a la tierra y al mismo tiempo establecer un coto a mi capacidad de amar?
No, definitivamente no estoy yo por la labor de la autodeterminación, independencia, ni nada que se le parezca. Si las fronteras entre Francia y España son ya un puro anacronismo con cuerpos de guardia abandonados, imagínate tú lo que supondrá un “mosso d’esquadra” dándote el alto cuando desde Aragón quieras entrar en el “jardín del Edén”.
En resumen, si tanto amamos nuestras raíces, reconozcamos el necesario trasiego que nuestra tierra ha albergado. Solo en esas corrientes humanas y culturales encontraremos la razón y la verdad de nuestro presente. No hay Cataluña sin España, como no la hay sin Europa. Estoy seguro, la posesión verdadera de la tierra no se consigue vallando el territorio, sino, como en el bíblico argumento, haciéndose merecedores del mismo.
Ser merecedores del territorio supone apertura y no aislamiento; partición de los bienes y olvido del egoísmo; reconocimiento de una cultura común y relativización de singularidades excluyentes; aceptación de orígenes compartidos y aborrecimiento de la historia parcial; consenso en la consideración del otro como igual y abandono de las exclusividades que esgrimo como derechos… Probablemente en ese momento, en el preciso instante del florecimiento solidario, en el justo momento en que llamo al otro hermano, el mismo Dios nos bendiga como pueblo y nos conceda habitar y poseer, desde el amor, la tierra que trabajamos. El amor de Dios, y nadie más, nos dará la tierra para que la compartamos… eso, claro está, si es que la merecemos.