Vale, lo reconozco, soy malvadillo, por lo menos eso dicen mis amigos; mis enemigos directamente se persignan con tan sólo escuchar mi nombre ¡larga vida a ambos! especialmente a los enemigos, que así tendrán más tiempo para purgar sus pecados y rezar novenas por mi conversión… ¡¡Hola don Pedro!!

El título completo de este artículo debería ser: Celebraciones Penitenciales o la agonía de un sacramento. Lo dejo en lo primero para no alargarme.

Hace años que en Mallorca vivimos esta especie de imbecilidad que hemos dado en llamar Celebraciones Penitenciales. Venga, no nos enfademos, ¿imbecilidad por qué? Bien, vayamos por partes; para empezar no entiendo, ni le veo yo pizca de gracia, tampoco coherencia, al hecho de celebrar la penitencia, la penitencia se cumple, de igual modo que se da cumplimiento a una obligación, restitución o pago, pero de eso a celebrar… pongamos que hay alguna distancia.

Yo no celebro el pago de mis deudas, aunque reconozco que me quedo de lo más descansado cuando las pago. Repito, de eso a celebrar el pago hay una distancia considerable y para nada baladí. Celebrar la penitencia es una majadería mayúscula no apta para inteligentes. La construcción misma de la frase resulta ofensiva por boba. Lo que se celebra no es la penitencia sino el perdón, cosa bien distinta por cierto. Quede entonces claro el primer desatino.

Las Celebraciones Penitenciales son, en general, el resultado del abandono al que los curillas hemos sometido al sacramento de la Reconciliación llamado también Confesión. Efectivamente, en las parroquias y demás iglesias, los confesionarios se utilizan actualmente como armarios o trasteros. Conozco alguna parroquia en la que te puedes encontrar una buena colección de ellos con soportes y barritas en la que se cuelgan las casullas. En el otro de más allá se amontonan los cantorales que estaban de moda en los años 70 del siglo pasado y que hace años que nadie mira. Ahora, Deo Gratias ya no se lleva cantar espirituales negros con letras mallorquinas, entre otras cosas porque nuestro devoto auditorio ha alcanzado una media de edad octogenaria y no pueden cantar según qué sin hacer peligrar seriamente su salud.

La cosa, cuando la hacíamos tenia delito. Si continuamos haciéndolo estamos ya de frenopático. Y es que el tema tiene su aquel, porque a pesar de todo siguen sonando por ahí guitarras machaconas que, por cierto, no sé si te has fijado en que últimamente suenan raras… como con castañuelas incluidas. Yo creo que la razón es que a los guitarristas ya se les han aflojado, por la edad, las falanges y falangetas, y aquello suena a hueso bailón que no veas, clic quiticlic clic…. “A dalt del tren, tots anem-hi dalt del tren…” Que tiempos, ¿verdad?

Todavía en el más arrinconado de los confesionarios se amontonan sotanas de monaguillo y roquetes sucios por el tiempo y meados de rata… en fin un poema.

Al final pienso muchas veces que lo que no consiguió la desamortización de Mendizábal ni la Guerra Civil Española, acabó lográndolo una pésima, y muy mallorquina, interpretación del Concilio Vaticano II. Molt nostra.

Hasta los años 70 esos confesionarios eran el pulmón por el que respiraba el alma. Cuando la opresión de la culpa te angustiaba podías encontrar en ellos consuelo y la sensación cierta de una caricia divina: Aunque eres pecador Dios te ama. Ego te absolvo… Claro que eso se conseguía porque el confesionario contenía confesor. Ahí le han dado jjejj. Hoy esos muebles recuerdan a los mejillones huecos o caracoles vacíos, guardamos la cáscara, pero no entramos nunca, ya hablaremos de eso.

Con el tiempo hemos relativizado el pecado hasta el punto de haber completado el arco totalmente. Hace cincuenta años todo era pecado, hoy nada lo es. Ambas lecturas son falsas y de lo que se trata es de huir tanto de la mojigatería pacata, como de la relativización que todo lo disculpa. Corresponde en gran medida a la Iglesia poner los acentos en éste y en otros temas, aunque reconozcamos que en lo tocante a éste debe ya hacerlo con cierta urgencia.

Si relativizamos el pecado abrimos la puerta a justificar cualquier atrocidad. Me admira que cristianos practicantes pongan reparos a la doctrina de la Iglesia en lo tocante a temas clarísimos como el del aborto, eutanasia, eugenesia, o manipulación genética, sólo por poner algunos ejemplos.

Les pides su opinión y te das cuenta de que navegan entre dos aguas y no se atreven a condenar las barbaridades que estamos cometiendo.

El relativismo moral es un cáncer auténtico que por desgracia hemos alimentado en algunas ocasiones desde los mismos púlpitos. Cada uno se hace su moral y no parece dispuesto a consentir que denuncien su falta de ética desde ninguna instancia, mucho menos desde el magisterio de la Iglesia… El tema es muy preocupante. Ya reflexionaremos sobre eso, sigamos ahora con el tema de la confesión que era el que nos ocupaba.

Los confesionarios, decía, se han abandonado; los hemos metido en los rincones de las sacristías para utilizarlos en los menesteres antes mencionados. Los sacerdotes no facilitamos nada el sacramento de la reconciliación: no solemos ponernos a tiro, y ni siquiera tenemos ya un lugar en el que se pueda encontrarnos en el interior del templo. El que quiera algo, que venga a la sacristía, decimos. Problema añadido cuando el presbítero llega cinco minutos antes de la misa, y con el vino todavía en los labios ya está echando el cerrojo después de guardar celosamente la paupérrima colecta. Los feligreses casi nunca ven rezar al cura, la adoración desaparece y el sentido sacro se pierde. Poco a poco todo se diluye y a nadie le apetece -ante tan desolador panorama- rendir cuentas a Dios a través de ministros tan indolentes y de ejemplo tan poco edificante.

Claro está que en el septenario sacramental la Penitencia continua apareciendo como sacramento nada relativo. Entonces ¿qué hacer? Por una parte hemos abandonado su práctica, y sin embargo continuamos proponiéndola en la Doctrina de la Iglesia… Vale queridos ahí es donde hace su aparición el precioso bodrio antes mencionado. En los tiempos litúrgicos fuertes: Adviento y Cuaresma, proponemos una, ¡¡Tacháaaan!! Celebración Penitencial ¡olé, olé!

Los penitentes se acercan tras una plática, por norma tan soporífera y mal preparada como larga, con poca o nula aplicación catequética, y ocasionalmente aliñada con alguna tramoya o psicodelia añadida como encender velitas, depositar piedras en un cesto y otras imbecilidades por el estilo. Acabado el tostón y la puesta en escena que a nadie ha dicho nada, los penitentes ¡al fin! pueden acercarse a los lugares en los que los sacerdotes esperan la confesión… ¡Dos veces al año! ¡Nos vamos a herniar por el esfuerzo!

Al cabo, pocas variantes: si es tiempo de Cuaresma suelen empezar diciéndote que la última vez que se confesaron fue en Adviento. A mí ahí ya me da la risa floja y el cabreo porque pienso: Claro hijo, si es que en el mientras tanto, aquí no ha confesado nadie. Posteriormente los pecados en los que adviertes que la plática previa, tal como te temías no la ha escuchado ni el gato ¡Ay Dios!

Venga, dejemos ya la broma. Los pecados surgen en el hombre con su habitual forma fea: angustia en el alma, peso en la conciencia, arrepentimiento de la acción pretérita, comprensión del dolor causado… también temor por el alejamiento y en algún caso una lágrima en rostros tan ancianos que te apetece secarlos a besos. Unas palabras, las tuyas como sacerdote, que han de servir de consuelo, que han de manifestar la misericordia de Dios, que han de perdonar, con el poder que la Iglesia otorga, con el amor que del corazón brota. Nuevamente hijo, Ego te absolvo!

Me dan grima las celebraciones penitenciales. Por eso, desde hace algunos años no las propongo y me niego en redondo a asistir a ninguna. En nuestra Comunidad procuramos una presencia más o menos fiel y constante en el confesionario. Antes de las misas y hasta la lectura del Evangelio puede, quien lo desee, acercarse a ser acariciado por la ternura de Dios en la celebración del perdón. Claro, reconozco que cuando hablamos de sacerdotes que llevan cinco pueblos la cosa cambia, porque están solos y desanimados. Pero, con todo, hay que insistir, una y otra vez, en que lo único que puede animarnos en nuestro ministerio es reencontrar el sentido a nuestra vocación, y éste empieza por la atención al alma del feligrés sin prisa y con mucho, muchísimo amor.

El capellán gandul está condenado al fracaso, aburrimiento, abatimiento y tristeza. Nada de lo que hace le llena, simplemente porque hace tan poco que no puede vertebrar su vida en torno a ello. El gandul remolonea, esquiva el trabajo, propone teorías y disfruta como un gorrino en las inacabables y reiterativas reuniones en las que de todo se habla y nada se arregla.

Y esas reuniones no sirven para nada. El feligrés envejece y tras él no viene nadie. Mientras tanto seguimos proyectando, planeando, proponiendo temas que a nadie interesan, y entre éstos, las dichosas Celebraciones Penitenciales que resultan ya vomitivas por lo inútiles. Menos mal que las reuniones suelen acabar con una preciosísima comidita de fraternidad, eructando los arroces ¡manda huevos!

Cuando el papa Francisco dice que debemos acercarnos más a las ovejas intuyo que el tema va por ahí. Bueno, el tema y el tirón de orejas, que cuando se dice que nos acerquemos es que andamos bien alejaditos.

En pocos años hemos creado un nuevo clericalismo que convendría desmantelar. No es que yo quiera mundanizar al sacerdote, qué va querido, todo lo contrario. Yo quiero que el sacerdote se sacralice nuevamente. Por eso aborrezco las dinámicas de empresa aplicadas a la Iglesia, la modernización de los métodos puede resultar atractiva, pero está por demostrar que sea útil. Cuando hemos aplicado métodos mundanos a la Iglesia, normalmente hemos cosechado mundanidad, banalidad, vacuidad y alejamiento de Dios.

En general me provoca náusea cualquier invento que pretenda facilitarnos la vida como clero, y eso, estimado amigo, porque nuestra función sacerdotal, seria y verdadera, consiste en complicárnosla para facilitar la vida y los padecimientos de los demás. Cuando rehuimos la cruz abjuramos de nuestra opción. La infidelidad se convierte entonces en nuestro máximo pecado, un buitre negro y siniestro; la pereza y el abandono de nuestra función son las dos hienas que lo acompañan.

Deseo con toda mi alma volver a sacralizar al sacerdote para que así pueda él volver a santificar la vida de sus fieles. Hemos corrido mucho tras el mundo olvidando que el primero de los tres pecados capitales es precisamente ése: Mundo, Demonio y Carne… ¿recuerdas? Necesitamos sacerdotes cercanos, pero no para ir a la taberna, sino para que enseñen nuevamente a rezar. Necesitamos presencia en los confesionarios y no permitir que el ritmo nos lo marque la desacralización y el laicismo imperante.

Necesitamos recuperar la dignidad, no para alejarnos, sino para acercarnos con la propuesta, nueva y eterna, de Reino de Dios. En ese empeño debemos estar en el mundo, incluso en las ciénagas del pecado, pero para rescatar almas y proponerles la alternativa del cielo.

Tenemos un problema cuando en vez de santificar al mundo nos mundanizamos como Iglesia. Un problema muy serio y preocupante porque, como he repetido hasta la saciedad, cuando eso pasa nos convertimos en la sal que ha perdido el sabor o una luz tapada por un celemín.

Tal vez también como Iglesia, deberíamos, huyendo de todo complejo, confesar sinceramente nuestro pecado y al cabo, queridos, celebrar, no ciertamente la penitencia, sino el gozo indescriptible del perdón de Dios ¿Seremos capaces?