Empiezo a escribir este articulillo pocos días antes de la festividad de San Antonio Abad. Los preparativos se van encajando en la cotidianidad disponiéndolo todo para la celebración tradicional de la fiesta, el 16 de enero por la noche. En el patio del Instituto donde trabajo ya han descargado una camionada de tierra para poder encender las hogueras sobre ella sin dañar el cemento.

Con idéntica eficacia se han fabricado figuritas de demonios, lo cual -a qué negarlo- me sirve anualmente como excusa para presentar una queja “formal” a la dirección del centro, argumentando la prohibición, en los lugares públicos, de imágenes religiosas. La cosa da para unas risas y poco más, no lo hago por malicia y la dirección del Centro tiene suficiente cintura como para aceptar la broma de buen grado; ningún problema aunque, dicho sea de paso, la prohibición de los símbolos religiosos continúa pareciéndome una sandez propia de imbéciles pata negra. En las calles del pueblo se va amontonando arena con el mismo e idéntico fin, se ofertan los embutidos propios y se empieza a montar toda la tramoya propia de la efeméride. Llega, un año más, la fiesta con los “foguerons” (hogueras).

Probablemente San Antonio Abad sea uno de esos santos que nos recuerdan nuestros orígenes rurales, nuestras raíces payesas, agrícolas y con sentimiento de pueblo. Resultan abundantísimos los cantos al Santo que, bajo el sonido ronco de la zambomba, degeneran rápidamente en cantos menos religiosos y mucho más sicalípticos. No me enfado por eso, en definitiva la fiesta es la fiesta e incluye pedir la protección divina pero siguiendo anclados en la humano. Nací en el Mediterráneo, ¿no? Pues eso.

Mi cabreo, que haberlo haylo, nace del sentimiento de impotencia con el que contemplo la desacralización de lo que antaño fue una fiesta religiosa y hoy aparece como un festejo pagano, al más puro estilo de las bacanales romanas. Simplemente nos hemos pasado siete estaciones.

Me cuentan, como cosa bien cierta, que en algunos pueblos, la policía municipal intenta cribar a los que en tropel entran en el templo a berrear, totalmente borrachos, los cantos propios. Me cuentan que retiran botellas de vino y destilados a mansalva. Con todo, en muchos lugares, es necesario dar un buen repaso a la iglesia local antes de la próxima misa porque donde no hay una vomitona hay un meado, y donde ni una cosa ni otra, un vaso con calimocho o vaya usted a saber qué otra porquería… Ve usted: eso querido, eso ya sí me cabrea y yo creo que por razones obvias.

En origen la protección de San Antonio, patrón de los animales, resultaba importantísima; pensemos que la alimentación estaba fundada en el cerdo. Eso, claro está, antes de que aparecieran los talibanes soplagaitas de la alimentación sana y dieta equilibrada con sus semillas de ajonjolí, bayas goji y aguas de mineralización débil.

La dieta mediterránea de la parte no sarracena, o sea, la nuestra, empezaba por freír en manteca porque el aceite era caro, a ver si nos enteramos de una puñetera vez. La cocina consistía entonces en alimentarse todo el año de los productos y chacinas del cerdo en pequeñas dosis para que bastara. Mucha verdura por pura pobreza, mucha agua por idéntico motivo, vino sin aditivos y medicación de herboristería… ¿media de vida? Pues mire usted, con todo lo saludable que era ese coñazo alimentario la gente vivía unos 60 años y acababan todos hechos polvo, doblados como un cuatro por el ejercicio físico del trabajo en el campo y el peso de azadones y demás herramientas manejadas a golpe de riñón.

Hoy, con todos los añadidos químicos, conservantes, colorantes y antibióticos rondamos casi los 90. No me vengan con la monserga de la dieta de nuestros abuelos que no cuela. Hemos hecho de la nutrición una pseudo-religión, pelma, llena de dogmas y mala leche ¡Vayan ustedes a hacer puñetas, y que les aprovechen las infusiones de acelga con malva!

Para nuestros abuelos, si el cerdo enfermaba el desastre económico de la familia era absoluto. Lo mismo sucedía con las acémilas y demás semovientes que ayudaban en las tareas agrícolas. Si se te ponía pachucho el borriquillo o la mula todo era un caos. Pobreza y miseria, tomen nota los nostálgicos.

De ahí, de esa relación del hombre con la naturaleza y el aprovechamiento de sus recursos, nace el sentimiento humano de poner bajo la protección divina aquello que necesitamos para conseguir el pan de cada día. Protección que se pedía abundante, con temor reverencial, porque el hambre era un enemigo conocido y muy feo.

Hoy para empezar ya no bendecimos más que mascotas y animales de compañía, allá que viene el crío con la jaula del periquito, un poco después aparece una ensortijada señora paseando a tres cánidos lanudos y albísimos. Todavía un poco después aparece un fornido joven con un cerdo vietnamita que no se come pero te hace una compañía que no veas… en fin, al final unos caballitos para cerrar el desfile circense y un cura, pobre, que no sabe a qué viene lo de bendecir iguanas o hurones capados cuando aquello en principio suponía, ni más ni menos, que la petición indirecta de protección sobre la economía doméstica, y directa sobre los animalillos que la sustentaban.

La fiesta ha degenerado: de lo sagrado hemos pasado a lo profano, de lo divino a lo mundano sin punto medio, sin equilibrio ni equidistancia. Funcionamos a golpe de péndulo y si hace unas décadas la fiesta tenía una manifestación sacra y festiva, lo único que hoy mostramos son banalidades que para nada nos hacen mirar al cielo. En todo caso comer, beber en exceso y poco más. Mirada puramente terrena, laica absolutamente.

Otra parte de mi cabreo es la que me provoca la contemplación y cuidado del envoltorio, a sabiendas del vacío interior. De la fiesta se cuidan las hogueras, los disfraces, la música… si viene al caso los efectos especiales, luminotecnia, pirotecnia. Todo, todo se pone al servicio de la fiesta pero sin plantearse en momento alguno el sentido de la misma. En alguna ocasión he dicho y escrito, que toda esta tramoya me recuerda a los parientes malos, que conservan con absoluto y absurdo fervor la dentadura postiza de la abuela tras enterrarla concienzudamente aunque no estuviera muerta. Son fiestas desarraigadas y, tal como sucede al árbol sin raíz, conserva un tiempo breve su apariencia pero acaba sucumbiendo a la carcoma, hongos, y putrefacción. El árbol sin raíz muere, la fiesta religiosa sin religión no tiene futuro.

No se trata, ni seré yo quien lo defienda, de reprimir la alegría popular. Tampoco de ahogar el sentido celebrativo. Se trata, sin embargo, de no perder la raíz para que podamos transmitir estas celebraciones tal como las hemos heredado. Las recibimos con Dios de por medio, si las despojamos de Él, dejaremos a nuestros hijos cáscaras vacías, campanas sin badajos, adornos sin contenido.

Si a nuestros jóvenes les preguntamos quién fue San Antonio pondrán cara de haba y responderán alguna sandez desde la más pura ignorancia. Definitivamente la pregunta surge sola ¿podemos celebrar la fiesta de un santo que desconocemos? La realidad es que no, no podemos. Seguramente por ese motivo cada año tiene más y más protagonismo el diablo, del que tampoco sabemos mucho, pero entre cuernos y fuego podemos representarlo más fácilmente.

Cuando paso cerca de pueblos donde anuncian la fiesta Antoniana, me sorprendo al ver que, el grueso de los carteles, aparece ocupado por el fuego y la diabólica figura. En pocos aparece el santo, obviamente el gran desconocido.

Con un punto de vergüenza ajena recuerdo mi asistencia, como sacerdote invitado, a alguna de esas celebraciones en nuestros pueblos (no diré cual). Los jóvenes de pie, no ya sobre los bancos, sino sobre los respaldos, aguantando el equilibrio apoyándose en otros tan borrachos como ellos y formando una aberrante amalgama alcohólica que por estar en el templo resultaba total y absolutamente blasfema.

Las oraciones del sacerdote correspondientes al rezo de completas son inaudibles por el jaleo, ¿a quién le importan las oraciones? Ante esa realidad una única solución clerical de pura supervivencia: darse la mayor prisa posible para acabar cuanto antes con ese desmadre.

Esa es la verdad en la que ha derivado la celebración de San Antonio abad, un gran desmadre con apariencia religiosa, pero sin ningún contenido.

Cuidemos nuestras fiestas porque ellas suponen el soporte de nuestra cultura. Celebramos lo importante. Si lo importante es el conocimiento de los personajes que conforman nuestra idiosincrasia enhorabuena sea. Si lo importante es acabar vomitando en el templo, entonces deberemos plantearnos muy seriamente en qué derivará nuestra cultura. No, la respuesta no es difícil, probablemente en un vómito sobre nuestras propias esencias y tradiciones, un empobrecimiento brutal de nuestra identidad, y, al fin, la anulación de nuestro propio ser. ¡Una pena!