Tejía, la pérfida araña, su tela viscosa. Sólo era una.
La víctima inocente sentía, al principio, el suave arrullo del bebé mecido; la embriagadora fragancia de subyugantes, selváticas umbrías; el destello atractivo e irisado de cientos, miles de arcoíris hipnóticos hasta que al final, vencida toda resistencia, desecha toda defensa, se dejaba llevar, envolver, arropar.
Ningún atisbo de conciencia queda ya cuando la araña, sólo una, empieza a succionar la vitalidad de la víctima, por no quedar, ni siquiera dolor queda.
Lentamente, jugos que conformaron noblezas, alimentan al bicho, sólo uno, y se convierten, dentro de su peluda panza, en repugnantes ponzoñas que la harán crecer más y más, la araña es araña, es su naturaleza y no puede evitar aniquilar, anular, matar, eliminar. Es ella, una sola, ella.
La araña, sólo una, crece. La víctima mengua y, sin embargo, embriagada ya por siempre del ilusorio néctar, del espejismo que la araña -solo una- desplegó ante ella, se siente a gusto siendo absorbida, defiende a quien la vacía, rompe lanzas a favor de su verdugo, pierde su vida, su identidad, sus amistades, su propio yo. Se anula, se niega, se entrega, se sacrifica tan a gusto que bien parece haya dos arañas, pero no, alerta amigo ¡solo hay una!
La araña crece y la víctima, lentamente será succionada hasta la muerte. E incluso en ese instante postrero creerá, o querrá creer en la bondad de la araña, esa es la maldad del veneno que el bicho le ha inoculado. Ella que se pasó la vida huyendo de ataduras se inmola de forma incomprensible, dejándose envolver en la tela asesina con aquiescencia aparentemente gustosa. Huyó toda su vida, siéndole pequeña la tierra la recorrió totalmente y, en la maldición esférica, regreso al punto de partida, ahora debilitada, demasiado cansada para la lucha.
Huyendo de las arañas (entonces eran dos) la víctima calzó sus Chirucas, se colgó su mochila al hombro y emprendió el viaje de su vida que, visto desde ahora, tenía mucho más de huida que de viaje… Silbó o tal vez tarareó canciones de Nino Bravo: “…Como el sol cuando amanece yo soy libre…” o imitando a José Luís Perales llamó también a su barco “…Libertad y en el cielo descubrió gaviotas…”
Regresó sin embargo, décadas más tarde, al punto de partida, con el alma hecha jirones tras tanta huida. Allí estaba la araña, sabiendo que regresaría, esperándola siempre, y mientras ella, la víctima corría hacia destinos siempre más alejados dejando sus pies en carne viva, la araña se entretenía tejiendo más y más tela, afilando eternamente sus fauces. La víctima luchaba por trabajarse su libertad, la araña pensaba, elucubraba, cogitaba como someterla a su regreso. Al final lo consiguió… Venció la más descansada. La libertad, ciertamente fatiga.
En éstas andaba yo los primeros días de éste agosto de 2014… bueno, en éstas y en mi vida que, aunque muy apetecida por la araña, como no me gustan los bichos, y detesto las lenguas bífidas lo mismo que las arácnidas patas con pelos, pues que oye, que eso, que se cabrea pero no me llega. Mi vida es mucho más amplia que la contemplación de una araña a la que, como mucho, si se pone a tiro se la aplasta de un zapatillazo.
No existen arañas omnipotentes por muy gordas, peludas y panzudas que sean, que lo sepáis queridos. Ojalá la víctima se enterara de una puñetera vez, pero es tarde ya para esas consciencias. Para ella, la araña no solo es omnipotente sino que en singular fagocitación se confunde, en el actual momento, víctima y verdugo. Que cosas ¿verdad? ¡Con lo maja que era la víctima!
En éstas andaba, repito, cuando, como cada jueves, acudí al programa semanal de radio en el que participo, era el 07 de agosto de éste 2014. La rutina siempre me advierte que debo poner el móvil en silencio durante la grabación y así lo hice también esta vez dejándolo, eso sí, a la vista.
Iniciamos la tertulia dirigida por el genial Miguel Ángel Ariza y, junto a mis compañeros radiofónicos, fuimos desgranando temas de actualidad entre humor y puyas lanzadas con cariño. La pantalla del móvil se enciende varias veces y veo que la llamada procede del convento, pausa para la publicidad, llamo, el Hermano Juan está muy alterado pero entiendo lo fundamental: Mi madre ha caído, está sangrando mucho, tiene rota la muñeca…
No le dejo continuar, le digo que se tranquilice que voy para allá pero que ya llamo yo una ambulancia. Salgo del estudio balbuciendo más que explicando lo que me pasa. En la calle el sol me impide ver con claridad la pantalla del móvil y sin embargo no me detengo, he de llegar al convento cuanto antes. Atino a marcar el 112, eficaces. Explico la situación lo más sucintamente posible, sé de la importancia de una información clara y concisa. Me salto el límite de velocidad en el punto en que es posible saltárselo sin delinquir, llego a tiempo de ver ya la bata ensangrentada sobre un cuerpo anciano tendido en la ambulancia, por ahora está ubicada, mi madre sabe lo que le ha pasado, obligada a ayudarse de un caminador desde su fractura de cadera sabe que ha perdido el equilibrio y ha caído, y con ella sus ochenta y cinco años que pesan como una losa de plomo. Esos años le han aplastado no solo la muñeca, también el antebrazo como descubriríamos posteriormente.
Iniciamos la eterna espera en la sala del hospital tras seguir a la ambulancia y haber facilitado los primeros datos. Me fijo en la anciana que yace sobre la camilla, es mi madre y si un sentimiento me une a ella es el del amor filial, ahora, más que nunca veo sus arrugas, también los lentes torcidos por el golpe, de los quito con suavidad y los enderezo ¡que fáciles de arreglar son los objetos!
¿Primera atención médica? Pues una radiografía de muñeca y… efectivamente, rotura de cúbito y radio en ese punto. Ingreso en planta y primera impresión. La habitación es compartida, hasta ahí ninguna sorpresa, ya sé cómo funciona en eso la Seguridad Social. Algo llama mi atención, dos camas separadas por una cortina, pero una sola butaca de acompañante… mal.
Al rato de estar en el cubículo voy al baño, al ir a lavarme las manos veo que del lavabo no sale agua… otra vez mal.
Lo principal es que mañana viernes operarán a mi madre. La enfermera nos advierte del protocolo: A partir de las doce de la noche de ese jueves no puedo darle ni agua en espera de la operación. De acuerdo, los médicos saben lo que hacen, obedezco y punto, mi madre se queja de dolor en la cadera, lo comento a las enfermeras, lo atribuyen al golpe, vale, otra más en la que hay que estar de acuerdo, soy cura, no médico y la ignorancia es la peor compañía en estos casos.
Llega el viernes, las horas van pasando con lentitud exasperante, las diez las once… las palabras resuenan en mis oídos con la firmeza con que fueron pronunciadas. “hasta que no la operen no puedes darle ni agua” La boca se le va secando y se inicia la desubicación propia de los ancianos cuando los sacan de su rutina. Lo dicho, ni agua. Seguimos esperando.
A las cuatro de la tarde llega el médico y me comunica que han tenido una mañana muy llena, la operación deberá realizarse al día siguiente, es decir, el sábado. Maldigo en arameo, quiero darle de beber pero mi madre ya está demasiado desubicada, ya no sorbe de la cañita sino que sopla por ella llenando el vaso de plástico de burbujas. Siguiendo instrucciones de mi hermana consigo humedecerle la boca, al poco le traen la comida, inútil, tampoco puede comer, solo un yogur y a duras penas.
Nuevamente las 24 hs. Momento fatídico en el que hay que iniciar el segundo preoperatorio en dos días. La enfermera, otra, me informa de lo que ya sé. No la dejo terminar, la interrumpo adelantándome a ella, sí sí, ya sé: “a partir de las doce, ni agua”, vale, todo sea por la causa. Mi madre se sigue quejando, curiosamente no del brazo, se queja cuando la mueven para cambiarle el paquete, nueva interrogación sobre la cadera, nueva respuesta idéntica a la anterior. “es el golpe”. Será, pienso yo con algún atisbo de temor.
Esta vez no hay que esperar tanto, es sábado, a media mañana la bajan al quirófano, un montón de fragilidades desubicadas sobre una camilla, es una imagen muy cercana a la muerte y todos lo sabemos ¡Que dura es la vejez y que tremendo y punzante el sufrimiento hacia los que amas cuando estos padecen! Empiezo a desgranar el rosario, una y otra vez repito bien conscientemente: “…Ruega por nosotros, pecadores, ahora, y en la hora de nuestra muerte amén” Termino el rezo, aparece nuevamente la camilla en la habitación que me he resistido a abandonar, no la han operado, en la radiografía previa a la intervención descubren una fractura hasta ahora no descubierta, el antebrazo está partido, hay que poner una placas y… no tienen el material, hay que pedirlo, hoy es sábado, no saben si llegará.
Siento mareo y vértigo, la mirada de mi madre perdida, la boca reseca no puede articular palabras, solo sonidos guturales que en nada recuerdan la voz que tanto amo. Le humedezco la boca, nuevamente le traen la comida a deshora, innecesaria. Está tan inconsciente que no puede comer nada, la bandeja viene y vuelve intacta, solo un poco de agua a fuerza de dársela como Dios nos da a entender. Pasan las horas ¡que lentas Dios mío!
Más o menos a esas horas meridianas del sábado la araña con su víctima, o lo que de ella queda, se despiden a su manera de estos lares y dicen que para siempre ¡Buen viaje queridas! Adiós reinas, adiós, adiós. A la víctima pude besarla a su llegada, la araña ha sido tan rápida que en unos días ha conseguido que ni siquiera haya beso de despedida, lo dicho, una pena pero adiós.
Tengo problemas más serios. Pasan las horas de forma ralentizada, ¡que lento todo! Nuevamente las doce de la noche, tercer preoperatorio, ya sabemos que ni agua, igual da, tampoco la bebe, solo humedeciendo, solo a cucharaditas. Cada cambio de pañal acompañado de quejidos cuando la giran sobre la cadera izquierda, nueva demanda de radiografías, creo que ya las he pedido a todo el mundo, al médico, a las enfermeras… ni caso. Noche cerrada del sábado al domingo. Día del Señor Resucitado que me huele a dolor, desubicación, soledad, angustia y miedo…
Pronto, por la mañana vienen a recogerla, paso por tercera vez el trance, el beso en la frente sobre unos ojos perdidos, el corazón encogido. Nueva pregunta sobre el dolor en la cadera, el medico sonríe, quiere transmitir confianza. No lo consigue. Inicio nuevamente el rezo del rosario, me da tiempo a rezarlo completo y sobra tiempo para que acudan los fantasmas que siempre aparecen en forma de preguntas: ¿Le cambiaras tú el paquete cuando salgas de aquí? ¿Podrá apoyarse en el caminador con ese brazo operado? ¿Te bastará la fuerza para acostarla y levantarla? ¿Cómo organizarás tu tiempo, tus clases, tu trabajo?… son fantasmas realmente feos a los que todos nos enfrentamos en la vida, situaciones que, sin quererlo, te cambian en un instante. Antes de la caída las cosas eran de esta o aquella manera, después de la caída todo es caos que nuevamente hay que organizar reconvirtiéndolo en cosmos. Un manto de tristeza cubre mis pensamientos, todo es gris.
Cuando aparece lo hace dormida, el brazo operado al fin tras tan larga espera. Beso de nuevo una frente de la que surgen desordenados cabellos blancos desde hace décadas, Dios mío ¡es tan mayor!, ¡tan poquita cosa!
Lentamente retorna la consciencia, o lo que de ella quedaba antes de la intervención, nuevamente humedezco sus labios y cuando me lo indican le doy algo de agua, le pregunto si sabe dónde estamos, me responde con esfuerzo. “…allá, por la fuente Bernate…” Al final los espacios de nuestra infancia retornan a nuestra mente; más allá del recuerdo inmediato de Mallorca que ha conformado más de medio siglo, está Requena, siempre ha estado ahí, y la fuente Bernate era y es uno de esos espacios que la mente retiene porque nos confieren identidad, nos hacen ser lo que somos. En el sopor postoperatorio resurgen seguro, en la memoria, paseos infantiles, juegos, realidades mejores que la cama de un hospital de la que el alma pretende huir refugiándose en los recuerdos, Dios mío ¡es tan mayor!, ¡tan poquita cosa!
La noche avanza inundando de sombras los espacios, ella no duerme, la inmovilidad de su cuerpo contrasta con sus ojos abiertos, con la mano buena intenta asir lo que la imaginación le presenta, está agitada. De hecho no ha dormido ni un solo día desde la caída. De nada han servido los calmantes, es una agitación del alma contra la que la química no puede nada. En la penumbra de la habitación su mano se eleva, murmura sonidos incomprensibles, quiere conseguir algo, la fatiga la vence y entonces el brazo reposa, pero solo el tiempo necesario para regresar a su búsqueda etérea. No hay nada, pero ella ve, siente, toca… ¿Qué debe ver? ¿Qué puede sentir? No lo sé y eso aumenta mi desazón… quien sabe, tal vez sueña con alcanzar la rama más alta de un árbol tras haberse encaramado en él, tal vez ese árbol está en la fuente Bernate… ¡Dios mío que angustia! Toda la noche, todas las noches que llevamos en el hospital han trascurrido en esa duermevela agotadora para ella, tristísima para los demás.
La cama de al lado no presenta mejor panorama, todo es dolor. Al final, vencido por el cansancio me dejo llevar, también yo desearía poder desubicarme y volar hasta los rincones de mi infancia, a una charca de ranas cercana a Banyalbufar donde mis padres nos llevaban los domingos a descansar y jugar un poco, a mis propias fuentes “Bernates” donde el alma sosiegue. Nada, no lo consigo, en la penumbra veo una y otra vez elevarse un brazo anciano pretendiendo asir recuerdos de la niña que fue. ¿Con quién estará jugando? ¿Qué querrá coger?…
Una claridad suavísima se dibuja en el horizonte, es el fin de la noche. Dentro de una hora, o menos, el sol inundará los espacios propios de los fantasmas o al menos de algunos de ellos. Para mi madre todo es igual, día o noche, todo resulta idéntico, la desubicación es total. Ya solo un quejido quedo, continuo, y una mirada cada vez más acuosa. Algo de agua, ¡qué difícil!, y solo eso, agua, nada más. Las bandejas con el desayuno y la comida son un puro trámite que hay que cumplimentar. Al final, cuando traen la de la comida pido ásperamente que se la lleven. A media tarde le toman la tensión y el susto es mayúsculo, la mínima está cerca del número veinte, la máxima ronda el treinta. La cara de preocupación de la doctora deja poco margen de duda. Las miradas entre mi hermana y yo tampoco resultan misteriosas, vemos, advertimos, notamos que se nos está yendo.
En esos instantes es cuando los gestos cobran toda su importancia, mi hermana se acerca y acaricia una y otra vez su mano, la que no está vendada, yo hago lo mismo en su frente. Mi cuñado, hombre bueno y cabal, contempla desde la pena y hace suyo nuestro dolor. Se inicia el calvario de las medicaciones, y digo calvario porque cuando uno no puede tragar, la pastilla más pequeña supone un problema. Conseguimos que tome la primera, un Enalapril 20, al rato nueva medición y nuevo susto, no solo no ha bajado, ha subido algo más, parece imposible que el infarto no haya hecho ya su aparición. Nueva pastilla, de estas desconozco el nombre, es una capsula blanda, hacérsela tragar nos asusta porque casi se ahoga, Dios mío, ¡cuesta tanto! Repetición del proceso, nueva medición… no baja.
La doctora nos informa que le enchufarán una bomba de nitro y que con eso será segura la bajada, tenemos miedo, mucho miedo y no precisamente a la muerte. La muerte se asume y cuando los padres son de la edad de la mía se acepta con resignación. En los funerales de los mayores veo habitualmente pocas lágrimas si las cosas se han hecho bien. El miedo es por el sufrimiento, una y otra vez me vienen a la mente los versos del sacerdote Martín Descalzo quien, en su obra postrera “Testamento del Pájaro Solitario” pedía una muerte “sin caballos”.
Llámese combate, caballos, simplemente dolor o sufrimiento, eso es lo que nos asusta en nuestra humana fragilidad, somos tan poca cosa, tan solo un cuerpecillo y unas pocas plumas despeinadas. Miedo a padecer o ver ese padecimiento en una persona amada. Miedo.
Sobre la media noche de ese lunes interminable consiguen estabilizar la tensión, el sueño sin embargo aparece inundado de los mismos, idénticos duendes de las noches anteriores. La mano se eleva, se fatiga, cae, eternamente, siempre, una, otra, infinitas veces. Asiendo Dios sabe qué, buscando tal vez la puerta hacia un final, ¿Quién puede saberlo?
Nuevo amanecer, pocas sorpresas, mirada perdida, desasosiego y laxitud a un tiempo, vuelta a la bandeja del desayuno, cabreo ya muy mal disimulado. Al cabo aparecen en la habitación una pléyade de doctores, todos muy en su papel. Diagnóstico rápido, sin espacio a recelos. Me la mandan a casa, allí, dicen, se reubicará. No sé qué siento, por una parte alivio, por otra temor… ¿de verdad se reubicará? Ese ha sido el mayor de mis miedos en cada intervención a la que la han sometido. Sigue el docto discurso, la llevarán en ambulancia, en cuanto la laven vendrán a buscarla. De acuerdo, vale, de acuerdo porque no se me ocurre en que puedo discrepar. El tiempo se acelera y pronto veo en el pasillo una camilla amarilla, sé que vienen a buscarla, ahora no hay beso de despedida, solo la esperanza que a su llegada reconozca a sus perrillos, el lugar, y cómo no, a todos nosotros.
La ambulancia entra en el patio del convento, la descargan en la camilla en la que la han traído, la entran a su habitación ya preparada desde hace años para esas contingencias, la acuestan en la cama, les doy las gracias acompañadas de un pequeño detalle y se van ¡Que rápido todo!
Sobre la cama está tendida pero hay que levantarla, quiero llevarla a la cocina y darle de comer lo que buenamente pueda, o, en caso contrario, tenerla un rato sentada, cosa que en seis días solo he conseguido una vez en el hospital. Tengo de todo, caminadores de dos y cuatro ruedas, y cómo no, la consiguiente silla también de ruedas para desplazamientos mayores. Todo está ahí y a punto, no en balde esta es la segunda caída en tres años, si además considero el final vital de mi padre… resulta que llevamos mucho tiempo en estos avatares. Por equipamiento no estamos.
Al querer ponerla en pie aparece la primera sorpresa, se queja terriblemente de su pierna izquierda y no puede apoyarla, en vilo conseguimos sentarla, la llevamos a la cocina, se la nota incómoda aunque algo más contenta. Terminamos la comida que en su caso ha consistido en unas poquísimas cucharadas de salmorejo muy líquido preparado a toda prisa por mi hermana. Vuelta al cuarto, necesidad de ir al baño, nuevamente imposibilidad de apoyar la pierna, por primera vez una sombra de sospecha muy real. La tarde, la cena, y la noche trascurren entre quejidos, en su cama le coloco una almohada para evitar que la pierna se doble. Quiero creer que, como me han dicho, se debe al golpe y que pasará, la verdad es que el temor de que haya algo más va en aumento.
A la mañana siguiente todo igual, dolor, quejido, imposibilidad de mover la pierna. Todavía una margen a la esperanza, comemos, no quiere ni que la sentemos en su sillón ¡le duele tanto!
No hay más que hablar, rápidamente cambiamos los planes, la subimos al coche de mi cuñado entre quejumbrosas protestas, algo no funciona y resulta cada vez más evidente. Dirección: Clínica Rotger, no en vano pagamos un seguro desde su juventud. Ingreso rapidísimo en urgencias, radiografía y… ¡Bingo! Fractura de cadera.
Al comunicárselo a mi hermana sentí como el mundo se hundía bajo sus pies, la noticia no nos sorprendía del todo pero el temor a una nueva intervención y la experiencia de la anterior fractura de cadera convirtieron la situación en muy triste. La vez anterior la recuperación fue lenta, costosa, ahora mi madre tiene tres años más… ¿Cómo lo llevará?
Al poco nos asignaron la habitación, no pude evitar emocionarme al ver la limpieza, la pulcritud de lo que me envolvía, tenía, tengo muy fresco el recuerdo del Hospital de Manacor, dos camas, una silla de acompañante, la cortinilla que separaba las camas, la falta absoluta de intimidad. Aquí la habitación era la “nuestra” con dos camas, una para el enfermo y otra para su cuidador; se acabó pasar noches en una butaca. La operación sería el jueves 14, siete días exactos desde el primer ingreso en la Seguridad Social y pifiada en casi todo. La advertencia de la absoluta prohibición de ingerir nada a partir de las doce de la noche casi me hizo reír, aquel era el cuarto preoperatorio en siete días. Se nos informó también que para una mejor atención las 24 horas siguientes a la intervención mi madre estaría en la UCI. Nuevamente me asaltan dudas, con el despiste que lleva la pobre mujer resultará el balance siguiente, en siete días: 4 preoperatorios, dos intervenciones, dos postoperatorios y cuatro cambios de ubicación. No, decididamente no aparece como una cuestión menor.
La desubicación en los ancianos te abre las puertas al horror que diariamente viven los hijos o familiares de padres con Alzheimer o demencia. La cabeza del enfermo no procesa… Sentimientos que antes ennoblecían a esa persona amada aparecen difuminados, sientes que el amor está pero aparece desnortado; sientes que lentamente, una muerte silente y trágicamente lenta te va arrebatando aquello que amas. La respuesta en el enfermo nos convierte en pedigüeños de sonrisas o miradas cómplices. No, cuando la persona empieza a morir por sus recuerdos se nos rompe el corazón y el alma sangra. Por fortuna parece que ese no es mi caso, no por lo menos ahora. Yo hablo sólo de desubicación, pero experimento en pequeña escala aquello que demasiada gente sufre a diario como un aullido doloroso. Entonces, en la vivencia a pequeña escala del gran drama, maldigo aquello que tantas veces he apuntado. Maldigo las subvenciones al ocio, al bailoteo o las comilonas de los mayores cuando tienen salud y el abandono al que se les somete cuando ésta les abandona. Maldigo mil veces esta mierda a la que hemos llamado Sociedad del Bienestar y que pretende una comodidad tan absoluta que me disuade de tener hijos y apunta a la residencia (léase asilo) como toda solución al abuelo enfermo. Repito, por ahora no es mi caso, lo que el futuro depare ya se verá. Necesitamos vivir un poco al día desterrando los temores, de otro modo sucumbiríamos al horror a cada paso haciendo imposible nuestra existencia.
La salida de la UCI se produjo en el plazo previsto, vuelta a la habitación, desubicación total. Normal me dicen. Miedo por mi parte, miedo de todos nosotros…
Esta crónica acaba el lunes 25 de Agosto de éste 2014, ese día el médico apunta a la conveniencia de resituar a mi madre en su medio, en su rinconcillo, y ayudarla así a la reubicación y mejoría. Acabo de escribir estas líneas tres días después, el día 28. Os lo he contado porque pienso que para todos nosotros compartir penas y alegrías es importante, porque somos humanos, porque tenemos capacidad de misericordia, de lástima y pena. Porque siendo hombres podemos compadecer y llorar con el sufriente, porque eso nos ennoblece, y llegados al extremo descubrimos que en eso arraiga, sobretodo, nuestra Dignidad Humana.
P.S. Como habrás visto éste escrito tiene dos partes bien diferenciadas, la primera hace referencia a una situación incómoda vivida los mismos días en los que me enfrentaba a la caída de mi madre. La araña y su víctima aparecen como una explicación fabulada a la pérdida de una amistad antigua reconvertida ahora en enemiga mía por obra y gracia de la araña, persona bien real y de gran maldad que se ejercita cotidianamente en emponzoñar cuanto está en su mano. La segunda parte, la más larga es un puro ejercicio de memoria. Tendemos a la amnesia cuando lo vivido no nos complace. Por ese motivo lo he narrado, no quiero olvidar porque si olvido mi sufrimiento, resulta sencillo relativizar el dolor ajeno. Finalmente el título está claro, en mi vida, en mi realidad conviven demasiadas veces arañas canallas, e inocentes pajarillos. Todo, todo forma parte de la vida y del dolor ¡Que duro es ser hombre!