Te acompaño en el sentimiento

19 de Enero de este 2017, sobre las diez de la mañana murió Ofelia, mi madre. Ante ese hecho me abracé a mi hermana en la soleada habitación y ambos percibimos lo que emanaba el otro, simplemente paz.

Hacía cinco años que nuestra madre vivía en el convento, los dos primeros con una autonomía limitada que aún nos permitía salir al cine, a comer o a cenar cuando se terciaba. Los tres últimos teñidos ya de grises realidades inherentes a la vejez. La dependencia se fue manifestando paso a paso de forma implacable. Del caminador pasamos a la silla de ruedas, instalamos asideros, grúas, barreras en la cama y un largo etcétera en el intento de hacerle la vida lo más cómoda posible.

Al final su vida se alimentaba de un mundo interior que contenía la fe como el más preciado de los tesoros. Rezaba mucho, muchísimo, y con todo jamás entró en la rutina banalizadora. Rezaba y se emocionaba, sabía lo que decía en cada oración, así fuera el Ángelus, la bendición de la mesa, la santa misa diaria, o el largo y prolongado momento oracional al acostarse.

Pocas semanas antes se había confesado por última vez, no era nada extraño en ella, lo hacía siempre profundamente conmovida. Al acostarla, antes de iniciar su diálogo con Dios me pedía confesión y absolución. ¿Cuántas veces lo hizo? Numerosas, y en cada una de ellas nos emocionábamos ambos. Ella veía al hijo y al sacerdote, yo a la madre y a la penitente. ¡Qué difícil Dios mío! Sin cargos graves desgranaba su vida, regresaban recuerdos de juventud, de niñez o de la edad adulta. Jamás hubo reproche a nadie, eran confesiones en las que el alma se abría a Dios confiadamente. La absolución le provocaba siempre una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos. A partir de ahí iniciaba sus rezos encomendándose al Señor, a la Virgen María y a los santos de su devoción. Al rato ya se escuchaba su respiración tranquila, su sueño profundo que fue la tónica de una etapa serena y en paz.

Con su muerte se cerró en nosotros un periodo en el que la conciencia repasa, y con orgullo percibe que las cosas se han hecho bien.

Hace pocos días me llamó y participó sus condolencias M’Barek Aitabi, lo menciono a él porque aunque hace años que no nos vemos seguimos manteniendo la amistad como un bien muy preciado. Dijo envidiarme, “Que suerte has tenido pudiéndola cuidar, Xisco”. Me emocionó profundamente porque sé que tiene razón. Mi familia y yo hemos sido muy afortunados al poder cumplir el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Hemos amado y nos hemos sentido amados por un cariño que percibimos como el anticipo de la vida eterna.

Pienso en emigrantes que no pueden ver envejecer a sus padres, en trabajadores que no pueden permitirse mecer cunas ni rezar al lado del anciano porque sus contratos no se lo permiten, condiciones laborales inhumanas que descartan al débil y miden a la persona por el rendimiento que pueda dar, sin importar nada el sufrimiento o la ilusión, el dolor o la alegría del empleado. Sí M’Barek, nosotros hemos sido muy afortunados.

La vida en los pueblos funciona a un ritmo distinto al de las urbes. Es encuentro y trato diario entre personas que se conocen desde la infancia y continúan relacionándose en la ancianidad. Porreres nos ha tratado muy bien. La misa diaria o dominical en el Oratorio suponía para mi madre un momento relacional precioso con Dios y con las personas que acuden a nuestra iglesia. El momento de la paz aparecía cuajado de besos a los que Ofelia respondía siempre con una sonrisa. Aún, al final de la Eucaristía un momento para comentar, para saludar, para sentirse amada. ¡Gracias amigos!

El final llegó con sosiego, sin perder un ápice la serenidad, esperábamos el momento hacía unas semanas en las que todo se complicó por una caída aparentemente sin consecuencias. Menguaron en esos pocos días sus facultades ya de por sí débiles, apareció la muerte en el horizonte con aceptación y confianza en Dios. Siempre tuve la fortuna de poder rezar con ella, y en esos momentos, cuando el próximo final ya no le permitía hablar, se apreciaba claramente la respiración acompasada a las respuestas. La ungí, la miré con ternura, y tuve la certeza, sostenida por la fe, de que la muerte era inmediata.

No hubo sorpresas, estábamos mi hermana, unos pocos amigos bien allegados y yo. Gracias amigos por vuestra presencia, en momentos como el que nos ocupa se muestra la calidad del alma, y doy gracias a Dios por la vuestra.

Celebré dos funerales, uno en nuestro Oratorio de Porreres y otro en la parroquia de la Encarnación de Palma. A todos, los que asististeis, a todos los que habéis rezado por ella, gracias de todo corazón.

En el pésame las fórmulas se repiten, porque no hay mucho más que decir. De entre ellas, una muy frecuente ha sido el conocidísimo “Os acompaño en el sentimiento” gracias amigos, nuestro sentimiento es de una profunda acción de gracias a Dios y una paz que brota de Él y consuela el alma. El Señor de la Vida os premie vuestra presencia. Gracias de todo corazón.

Mamá, descansa en paz.